En la emblemática La novela luminosa ya pudimos percatarnos de cómo Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004) consumía muchas de sus horas en novelas policiacas que leía de manera compulsiva, sin descanso. Y pudimos notar, también, que lo que muchos lectores consideran errores estructurales que dejan deshilvanado el corazón de la historia que se pretende contar no es más que la lección bien aprendida de Sterne en el Tristam Shandy, a saber, que la digresión es para Levrero el quid de la cuestión, la mejor manera de explicar una historia, tenga la forma que tenga. Es por ello que en La Banda de los Ciempiés puede aparecer de manera súbita una reflexión del narrador reclamando a un personaje que cuente todo lo que sabe: “Me consta que tú sabes mucho, muchísimo más de lo que dices […] aquí hay una falla narrativa de tipo estructural, y para un escritor lo único importante es la salud de su relato. ¿Comprendes? No me importa este lector, o aquel lector; me importa que el relato se conserve como un todo viviente”. O que se dedique un breve capítulo a las acciones de una ardilla porque el simple hecho de que su bellota golpeó la cabeza a uno de los personajes de la historia.
La forma que contiene la historia de esta novela es una forma múltiple y caleidoscópica. El hilo argumental que cose el libro es el horror y el pánico provocado por la susodicha banda en una anónima ciudad a la espera de que el detective Carmody Trailler y sus ayudantes John Adams y Agnus McCoy entren en acción y salven a la población del pavor que semejantes delincuentes infligen por todas partes. Es decir, una de detectives. Pero también hay una de espías a través de la historia del policía Smithe Andrews tratando de atrapar una banda de chinos que secretamente podría estar en conexión con los Ciempiés, teniendo como telón de fondo la Guerra Fría. Y una de aventuras a través de una violetera que contrata al detective para que atrape a la banda y que será secuestrada por una misteriosa bailarina. Y también una novela erótico-sexual por las numerosísimas secuencias explícitas donde la pulsión de Freud corre a sus anchas y por doquier.
Al lector de este divertimento le esperan no pocas sorpresas en un texto que jamás ceja en su empreño de mantenerlo en vilo a pesar de los meandros que aquí y allá aparecen y desaparecen por arte de birlibirloque. Este Levrero es asombroso y recuerda mucho (y bien) a la indeterminación e indefinición formal de la novela que César Aira ha mostrado hasta la saciedad.