Jorge Volpi (México, D.F., 1968) acaba de alzarse con el V Premio Iberoamericano Planeta-Casa América de Narrativa con La tejedora de sombras, una novela que bucea en la tormentosa relación que mantuvieron Christiana Morgan y Henry Murray, psicólogos en la Universidad de Harvard. El autor ha dedicado siete años a investigar unos cuadernos plagados de relatos y dibujos que Morgan dejó como testimonio de su relación con el psicólogo del Test de Apercepción Temática que muchos han manejado después en el diagnóstico psiquiátrico. Volpi muestra cómo esa relación hizo tambalear los códigos morales de la época. Los amantes “querrían torcer el destino, romper las convenciones”. El escritor consigue transmitir la sustancia que alimenta la pasión y que destruye a la amada: “… yo soy esa ballena anclada en la playa, yo soy ese antiguo leviatán que perseguiste por medio mundo y hoy se desangra en la arena”.
A los amantes hay que añadirles la figura de Carl Gustav Jung, “el Viejo”, que viene a sumarse en tanto que voz que explora los intrincados entresijos de una pasión que no es sino “la épica del trance” de unos cuerpos que “más que entregarse se aniquilan.” Esta forma especulativa de la narración no adelgaza la fuerza que Volpi imprime a la representación de las escenas tanto de la intimidad, en más de una ocasión descarnada, como aquellas que se ofrecen al lector como prueba irrefutable de un amor en la distancia. Si la aventura amorosa es “un teatro de sombras”, la utopía que sostiene el armazón novelesco es una economía inversa: demanda que el lector imagine la preservación de un espacio y de un diálogo que suscita, de inmediato, una cuestión: “¿Puede amarse en la demencia?”
La novela está varada en un fuerte lirismo que recorre todo el texto, pero con especial relevancia y significación en el inicio y en el final: la escritura allí es nítida y fuertemente simbólica consiguiendo transmitir la ductilidad de la imaginación que Volpi ha diseñado para desentrañar unas emociones agónicas y destructoras. Gracias a este trabajo poético, si se quiere, edificado sobre unos soliloquios teatrales pero sugerentes, el autor de En busca de Klingsor lleva el relato a una destacable flexibilidad, una suerte de textualidad imaginaria y discursiva que hace vivaz y precisa una historia registrada a través del peso del dolor y de la culpa.