Si fuéramos capaces de imaginar un solo texto pergeñado por la locura de destructiva Malcolm Lowry, la oralidad doliente de Juan Rulfo y la fuerza mitológica de Carlos Fuentes uno de los mayores candidatos para izar semejante imposible sería Daniel Sada (Mexicali, 1953-México, 2011). Convencido que ‘la universalidad no puede estar muy lejos de donde uno vive’, Sada es capaz de edificar un lenguaje que Fuentes ha definido como ‘la fusión de Cantinflas y Góngora’. Se trata, afirma Sada, de ‘un canto a los dialectos del norte, a los neologismos y la contaminación lingüística, al fabuloso goteo de sonidos que se oye en el México profundo’. Según el autor de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, su literatura contiene “esos significados que no acaban ni principian y más aún en el desierto, donde las palabras suenan a retumbo de otra parte.”
Huérfanos para siempre de este prodigioso afinador de palabras nos llega ahora el texto que dejó en la imprenta poco antes de morir. El lenguaje del juego será visto quizá como una última prueba de su portentoso oído o como el testamento literario de un escritor barroco. El crítico mexicano Armando Alanís afirma que “tal vez resulte un poco difícil para el lector español adentrarse en el lenguaje colorido y tumultuoso de Sada, en su peculiar sintaxis, en sus desiertos pletóricos de palabras. Pero vale la pena el esfuerzo. El lector español tendrá así acceso a un mundo tragicómico, a unos personajes que sufren y gozan, y a una imaginación sin límites.” Palabras que el mismísimo Lezama Lima –recuerden si no su “sólo lo difícil es estimulante”- hubiera aplaudido a rabiar.
El lenguaje del juego es una novela demoledora, desoladora, loca y sangrienta. El lector no llega a comprender cómo tras tanta sangre y muerte (el terreno pantanoso del narcotráfico y la lucha de los cárteles por el poder es el propicio para erigir semejante escenario ruinoso) la desolación se torna aliento, lo demoledor reparador y así hasta donde ustedes quieran. Aquí se cuenta la historia truncada de la familia de los Montaño y cómo el padre, Valente, cansado de cruzar la frontera día sí y día también, decide plantarse y montar en su pueblo, San Gregorio, la pizzería deseada. San Gregorio está en Mágico, que es México: “Pobre Mágico, pobre país sumergido en un inexorable hoyo negro.”
Mágico es un lugar por el que campan a sus anchas los dueños de la tierra que inundan el país con la sola imagen de las vidas truncadas de sus habitantes. La cosa es saber cómo llegaban hasta ahí los muertos: la “cosa era saber que aquellos muertos puestos de tan mala manera qué tanto habían pecado para que merecieran un cuelgue campanero.” Son constantes las escenas donde se repiten, en reyerta verbal, la violencia hecha carne, la cruda sentencia de los muertos: “La pura circulación de la sangre recorriendo con tranquilidad las venas y las arterias de esos cuerpos que ya nada más era un dédalo de ramificaciones haciéndose engorro al tope, amén de reducirse a una sustancia cada vez más amarga.”
Es así que en la pluma afinada de Sada Mágico se erige una exuberante tierra baldía, un lugar donde Valente, su mujer Yolanda y sus hijos Martina y Candelario verán cercenadas sus ilusiones y con ellas sus vidas. No se puede olvidar fácilmente esta novela y todavía menos el último y fulminante párrafo.