Con La serpiente sin ojos William Ospina (Padua, Colombia, 1954) cierra la trilogía que había iniciado tan brillantemente con Ursúa (2005) y seguido con El país de la Canela (2008), novela con la que obtuvo el prestigioso Premio Rómulo Gállegos 2009. El proyecto estético y narrativo de Ospina está fuertemente anclado en la esperanza de que las palabras sobrevolarán los discursos históricos sobre las Crónicas de Indias, revisando lo dicho gracias a una escritura que ficcionaliza lo que sucedió y lo reinterpreta literariamente. Una y otra vez ha dicho Ospina que, al contrario que el historiador -al que le está prohibido imaginar-, “el novelista tiene el privilegio de nutrirse de las investigaciones históricas y completar el cuadro con su imaginación.”
El tejido argumental de esta nueva hidra de la conquista es, otra vez, la historia de Ursúa, “el pacificador tenebroso”. Si su pretensión era “la ambición desmesurada de conquistar la selva de las Amazonas y dominar la serpiente de agua que la atraviesa” comprobará en sus propias carnes que ser conquistado por el corazón de Inés de Atienza le llevará a la perdición y al olvido de su ascenso vertiginoso, su lealtad a la Corona, su sed infinita de oro y su enfermiza pasión por la crueldad y la violencia.
Con la pretensión fiel de “contar lo no contado” Ospina visualiza a un personaje que es la imagen más cabal de civilización y barbarie o, como no se ha cansado de repetir el propio novelista, “de elegancia y cinismo.” Este mundo nuevo, como lo llamó Carlos Fuentes, merece volver a ser contado sin descanso por un personaje que se debate en esta novela entre la Europa civilizada y la América bárbara: “… yo soy el que ama la historia que cuenta pero a la vez lamenta que haya ocurrido y lamenta tener que contarla.”
Uno de los méritos de La serpiente sin ojos es la superación de la linealidad del discurso histórico vencido aquí por una red compleja de acontecimientos simultáneos, complejos y mútiples en torno a Ursúa, que “se obstinó en creer que ese mundo inabarcable podía ser conquistado, que era posible para un hombre ensillar la serpiente, cabalgar el abismo.”
Siguiendo la estela de las dos anteriores novelas Ospina atrapa en su red a todos los paladines de la crueldad y de la violencia (“La violencia ha sido el martillo y el cincel de esta conquista, pero se llega a un punto en que ya nada puede la violencia: todo asalto despierta una avalancha, toda herida devuelve una enfermedad, todo crimen inicia una prodigiosa aniquilación…”) tejidos una a uno como guerreros implacables en busca de la ciudad perdida, esa ciudad que era “un cóndor de oro en la nieve, un jaguar de oro en los valles, o una serpiente de oro abajo, en la selva.” Pero sabe que la conquista más compleja, el arduo trabajo sobre el corazón ajeno es la madre de todas las batallas. Es por este motivo que Ospina se lleva a Inés al corazón de las tinieblas, al viaje que haría palidecer al más violento entre los violentos. Y no es otro el motivo sino Inés que hará que Ursúa, que había sido capaz de conquistar la voluntad de cientos de hombres para que le acompañaran en su locura, abandone los excesos de la conquista para lanzarse a la desmesura del amor.
El escenario dantesco y exuberante de una naturaleza imposible de domeñar, la superabundancia de historias legendarias sobre destinos imposibles de hombres implacables, la multiplicidad de perspectivas, el asombro adánico del que describe lo que nunca debería haber sido contado, la búsqueda agónica por la palabra justa y el placer por la enumeración infinita hacen de esta novela festín que no se pueden perder.