Sobre La parte inventada de Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963), un mamotreto de casi seiscentas páginas del que no se sale indemne, no les extrañe leer aquí ya allá que es el la summa literaria de un escritor para quien escribir es “desordenar” y que ya ha dado suficientes muestras de un talento literario más que precoz. No les extrañe, tampoco, si escuchan que es una novela de ciencia ficción que contiene la historia de un escritor que trata de armar las piezas de una novela que cuenta la historia secreta de Tender Is The Night de Francis Scott Fitzgerald con Wish You Were Here de Pink Floyd y las Variaciones Goldberg (en la segunda versión de Glenn Gould) sonando una y otra vez: “Música perfecta para intentar conseguir aquello que afirmó Fitzgerald, eso de que “la buena literatura es como nadar bajo el agua y aguantar la respiración””, uno de los leitmotiv del libro. No les extrañe, en fin, que si han seguido la trayectoria de Fresán este libro les resulte conocido. La segunda cita que abre Historia argentina (1991) –“Sólo la parte inventada de nuestra historia –la parte más irreal- ha tenido alguna estructura, alguna belleza” es el segundo leitmotiv y la deuda evidente con el título de la novela. Fresán, sí, está escribiendo siempre el mismo libro porque su terreno abonado es ese “pasado visitable” al que se refiere Henry James y del que tantas veces habla en sus ficciones. Un pasado convertido en memoria con la sola intención de poder así recordar. Porque todo puede y tiene que ser recordardo: libros, objetos, canciones, cuadros, juegos: “El recordar no es otra cosa que una ligera mutación del olvido, muy personal y muy privada.”
Esta “crónica-novela-tratado” en que se convierte La parte inventada –“esquirlas de la ficción clavándose en la no-ficción”- resulta ser también un libro de “pequeñas ficciones desprendiéndose de una gran ficción secreta, pero que está ahí, esperando a ser descubierta” y que cuenta las lecturas que el narrador ha hecho a lo largo y ancho de su parte no inventada sobre sus autores fetiche. Están los escritores que el narrador admira y que nunca han dejado de estar ahí. Sus más fieles lectores saben que aparecerán de un momento a otro y son legión: Cheever, Vonnegut, Faulkner, Proust, Joyce, Salter, Foster Wallace, Burroughs, Bradbury, Dylan… Saben que aparecerá su bendita “manía referencial”, sus “enumeraciones”, sus “fuentes y deudas y alusiones”, la “diástole/sístole del leer/escribir”. Fresán apareciendo en estado de gracia tachando pasajes, reescribiendo la misma idea una y otra vez, corrigiendo lo dicho cien, doscientas páginas antes. Fresán alterando “el orden” y calibrando “intensidades y voltajes de escenas y escenarios. Así, el pasado es, siempre, un work in progress: un manuscrito inconcluso y, finalmente, una obra póstuma a ser retocada por extraños.”
Una imagen todopoderosa final aguarda al lector cuando el libro ya está muriendo, una suerte de reminiscencia afectiva jugando con el tiempo que gobierna y jura amor eterno a la literatura. Es la promesa de un libro “que piense como un escritor en el acto de ponerse a pensar un libro, en lo que piensa cuando se le ocurre un libro, cuando ese libro le ocurre, y qué ocurre con ese libro. Un libro que se leyera del mismo modo en que se escribió”: La parte inventada.