Para Amador Vega (Barcelona, 1958) la escuela de Kiotto, Ramon Llull, la pintura de Rothko, la poesía de Celan o Las elegías de Duino de Rilke, los perturbadores textos del maestro Eckhart y la estética apofática son el pan nuestro de cada día. Libros como Maestro Eckhart, El fruto de la nada y otros escritos (Siruela, 2014), Zen, mística y abstracción. Ensayos sobre el nihilismo religioso (Trotta, 2002); Ramon Llull y el secreto de la vida (Siruela, 2002) Arte y santidad. Cuatro lecciones de estética apofática (Cuadernos de la Cátedra Jorge Oteiza, 2005), Tratado de los cuatro modos del espíritu (Alpha Decay, 2005), Sacrificio y creación en la pintura de Rothko (Siruela, 2010) o Tres poetas del exceso. La hermenéutica imposible en Eckhart, Silesius y Celan (Fragmenta, 2011) dan buena muestra de ello y lo han convertido, por derecho propio, en uno de los estudiosos de referencia en estos arduos asuntos.
Pero ahora Vega acomete la escritura desde un modo distinto. En este Libro de horas de Beirut se pregunta una y otra vez, por decirlo de la mano de Bruce Chatwin, ¿quién soy yo? y ¿qué hago yo aquí? Este libro de viaje carece de centro narrativo, su lugar está ocupado por un maridaje de escenarios, personajes, desplazamientos y pensamientos trufados siempre por un sentido de la vida experiencial, un rumor de fondo cuyo espacio privilegiado es el mar: “Si me quitas el mar, ya no existo, quedo borrado y entonces me hundo, me hago inexistente.”
Atraído por las siempre fecundas relaciones entre estética y religión o entre arte y religión este catedrático de Estética de la Universidad Pompeu Fabra es uno de esos profesores ocupando un cuerpo de escritor. En aquellos libros académicos ya se percibía el olor de una escritura extremadamente sugerente, una potencia en las imágenes que provienen de una vida paciente dedicada al estudio que han sido pergeñadas por una cuidadísima potencia escritural, que diría Michel de Certeau, nada corriente y que, tal vez, no provenga solo de un lugar señalado, sino, antes que nada, de una tierra fértil que ha sido cuidada desde un tiempo muy remoto y antiguo. Proust y su concepción del tiempo y de la memoria podrían ser parte de la respuesta, tal y como afirma el viajero: “Aquel comienzo [el de A la recherche du temps perdu] despertó en mí la pasión por la escritura, por la meditación, por el vagabundeo de los pensamientos, imágenes y recuerdos todavía por cumplirse; y también esa mezcla de sensaciones en el tiempo de la vida por venir, pero en cierto modo ya presente en la necesidad de hallar material para la memoria.”
Intercalando las horas cotidianas de un viaje a Beirut como profesor invitado para impartir un curso sobre el sabio mallorquín con las más altas especulaciones, Vega consigue trasladar una imagen cabal de un viajero que no transita únicamente para conocer lo nuevo que le rodea, sino para conocerse y reconocerse a sí mismo en lo viejo que siempre le ha sustentado. De ahí que se hable aquí de una cierta suspensión del tiempo explicitada en el descomunal fragmento 37: “Suspender el tiempo de la vida que pasa, no emitir juicios, simplemente observar, en otros lugares, en otras lenguas, pisar otras calles, no pensar nada ante otro mar, cansarse en otras montañas. Un vaciado de las densidades agolpadas, la interrupción de las mismas voces, la ausencia de quienes te sostienen y te atienden, te escuchan y te aman.”
A pesar de que en 1955 Claude Lévi-Strauss proclamaba el fin del viaje -puesto que para el etnógrafo francés ya no existían lugares no transitados- queda un reducto para coligarse con el Otro, sea un espacio poblado de turistas, un lugar alejado de la civilización o un yo que se percibe distinto solo porque está en otro escenario. Convertido por Marc Augé en un no lugar ese reino de interrelación entre el yo y el Otro es el propio relato que marcaría, de este modo, la imposibilidad del viaje y el extrañamiento ante los nuevos espacios que el viajero visita. Para Vega resulta decisiva esta sensación de extrañamiento. Aquí y allá no recorre nunca los mismos lugares, a pesar de estar transitando por ellos una y otra vez. Y no lo hace porque lo primordial reside en un volver a mirar el Café Casablanca o las calles cerca de la casa donde vivió o a los alumnos que escuchan sus disertaciones sobre Llull como si fueran lugares y seres extraños a una mirada decisivamente repetida que el viajero describe así: “La repetición de los gestos, los mismos pasos, la misma voluntad de no apartarse nada de esa regularidad que nos sostiene sobre el abismo de la vida; la repetición destruye lentamente nuestra capacidad de innovarnos […] La repetición ocupa el espacio de un orden y da al tiempo un ritmo sin el cual vagamos en pena.” Las calles, los barrios, las montañas o las casas en las que el viajero está solidifican la repetición como el quid de la cuestión porque el viaje no es lineal ni avanza, sino que se alimenta de lo circular para detenerse y gustar así del tiempo inmóvil.
No es la primera vez que el viaje a Oriente sustenta una mirada que es un modo y que solo tiene sentido por unas categorías que para el viajero no parecen tener demasiada concreción: “Desde el Mashrek hasta el Magreb, Oriente más que una tierra es una dimensión, algo así como la res extensa, un país posible, para nosotros, los occidentales, en tanto que lo dotamos de una cierta idea, al tiempo que se muestra como una imposibilidad para sus gentes, que han carecido constantemente de un lugar en el que arraigar idénticos a sí mismos.” Ni siquiera Beirut puede convertirse por derecho propio en el corazón del viaje o en el centro neurálgico del libro a pesar de que el viajero dedica algunas de las más hermosas reflexiones a tratar de cartografiar aquello que en realidad es un imposible. Es cierto que “se diría que es una ciudad que continúa un tipo de guerra muy especial consigo misma. Hay una cierta pasión nihilista por permanecer idéntica a sí misma, es decir, a su desgracia, una pasión por atropellar al transeúnte, una pasión por permanecer en la indiferencia.” Y también resulta notorio que Beirut “tiene un alma que se encarna a diario en un cuerpo torturado por una completa síntesis de todos los excesos y bellezas de este mundo. El drama de este cuerpo sacrificado una y otra vez, como en los cultos mistéricos de Adonis que tuvieron lugar en estas tierras, reside en ser el espacio de nacimiento y muerte que cada día presencian sus habitantes frente al mar”. Pero a lo largo y ancho del libro prevalece la mirada del viajero y no los escenarios que visita. Beirut, como la mística, es un lugar que no tiene lugar. No es tanto un escenario cuanto un modo de mirar en derredor.
Si el estilo, como quería Rimbaud, es una forma de abandono, es decir, una renuncia, el lector atisba aquí que no solo está en juego la desnudez de una vida presentada no ya solo como erudita, sino antes que nada entendida como una densidad necesariamente atenta tanto al vaivén de la cotidianidad como al susurro que el lenguaje cristaliza en historia pasada, sea la inmediata o la que retrotrae al viajero a los recuerdos más añejos.
Este Libro de horas de Beirut viene a confirmar que el estado natural del viajero es una suerte de extrañamiento ante los lugares y ante los Otros que, en ocasiones, también le configuran. Una renuncia que proyecta al lector en busca de una hermenéutica posible y al viajero hacia una mirada persuasiva capaz de sostener el sentido de una vida fraguada por los libros, los pensamientos y la amistad. Viajar se convierte en un “combatir la densidad del tiempo recorriendo lugares. Desconfiguramos la memoria de quienes somos en cada hora y destacamos aquella figura ideal que suele asociarse al pasado, a un pasado desahuciado por un nosotros que no está ahí.”
Entonces -y definitivamente- albricias para los lectores porque este Vega que latía en aquellos libros surge ahora como la imagen prístina de un escritor sosegadamente loco (es decir, sabio) y cuyo Libro de horas de Beirut no será, en modo alguna, efímero.