La literatura de viaje o el viaje como literatura tiene sus reglas y sus propias estaciones: está la estación Patrick Leigh Fermor cruzando Europa; la de Bruce Chatwin en los confines de la Patagonia buscando los trazos de una canción; la de Colin Thubron en Siberia; la de Norman Lewis en 1944 en Nápoles, la de el -y la- gran Jan Morris en Venecia, la de Paul Theroux viajando por el Mediterráneo atravesando las Columnas de Hércules o viajando en tren por China y, más cercanas, está la de John Banville imaginando Praga, la de José Cardoso Pires en busca de Lisboa, la de Cees Nooteboom convirtiendo los hoteles en estaciones nómadas y Santiago de Compostela en un desvío, la de Claudio Magris haciendo del Danubio una historia cultural portentosa y la de nuestro viajero sedentario Rafael Chirbes o nuestro Julio Llamazares convirtiendo las catedrales en rosas de piedra. Pero todos ellos coinciden en una cosa: Robert Byron, muerto prematuramente en 1941 cuando un submarino alemán torpedeó el barco que debía llevarle a El Cairo, es el maestro. Y lo es porque escribió Europa en el parabrisas (1925), The Station (1928) y, sobre todo, porque es la mente deslumbrante que imaginó Viaje a Oxiana (1937). Este último es el alfa y el omega de los libros de viaje, elevado a la categoría de texto sagrado por Chatwin, su discípulo, el clásico -indiscutido e indiscutible- que todo escritor que se precie de ser viajero quiere y debe imitar.
Grecia. Viaje al Monte Athos, cuyo título original fue The Station. Athos: Treasures and Men, es un libro que relata el viaje que Byron realizó con dos amigos en 1927 allí donde todo se había detenido. El objetivo era “presentar Athos desde todas las perspectivas como un monumento vivo y completo de una gran civilización en la que la naturaleza y el ser humano, la historia y la religión, el artista y el arquitecto, han colaborado y lo siguen haciendo. Paisajes y cumbres; edificios de color que convergen; pinturas que anuncian el siglo XX, manuscritos del siglo VII, iconos, mosaicos, relicarios y joyas; todos estos, relacionados entre sí, constituyen la herencia de un pueblo que comenzó a formar parte del Imperio romano en el año 330 y se convirtió en una nación, conoció la gloria y la decadencia, no igualada por ningún país de Europa.” Y buena parte de la fascinación de un libro como este proviene de esta magistral combinación de historia, mística, aventura, política y cotidianidad que respira por los cuatro costados. Las imágenes fotográficas tomadas por el propio Byron que acompañan al texto son impagables y dan cuenta no solo de qué pensaba el viajero, sino también de qué veía y cuándo lo veía.
El lector en español puede acercarse al misterio de la montaña sagrada e inaccesible con los libros accesibles de William Dalrymple –Desde el Monte Santo. Viaje a la sombra de Bizancio– y el escrito a la par por Eugène Melchior de Vogüé y Nikolái Strájov –Dos viajes al Monte Athos-, notables ambos, pero el de Byron tiene el sabor de la erudición cercana porque su prosa es la de un escritor en busca del arte bizantino bebiendo vino de resina a la par que los monjes, convertidos ya en pura hospitalidad. Byron viaja allí donde el tiempo y el arte están detenidos porque ante la vorágine de Occidente, que todo lo consume, solo le queda degustar la estación detenida que se sustenta en una fe infranqueable e indestructible: “Estamos de espaldas al mundo. Tumbados en la habitación de invitados de Iviron, nos hallamos en otro plano existencial, de vuelta a aquel misterioso y espiritual regnum de donde el pensamiento se libera gracias al Renacimiento. Se trata de un mundo que traduce en realidad física las figuras deformadas del Greco; donde los espíritus de los difuntos flotan como las ondas de la radio entre los árboles y los abrevaderos de mármol… espíritus felices, bañados por el sol, posándose en inscripciones en forma de cruz clavadas en los árboles, saliendo precipitadamente de las cuevas, apostados como centinelas de sombríos riscos, con apariencia de seres humanos.” Este estar de espaladas al mundo es la única manera que tiene Byron de poder estar en el mundo, un mundo, en este caso, perdido y remoto, sí, pero del que nos hace partícipes en un viaje de ida y vuelta que certifica el aforismo de Heidegger en diálogo con el profesor japonés: “Lo permanente de un pensamiento es el camino.” Vita hominis peregrinatio est.
Leyendo a Byron se tiene esa extraña sensación de que está viajando por los lugares contados. El arte de viajar, como diría Alain de Botton, es aquí el arte de leer o la voluntad de esa literatura de doble fondo que se sustenta en lecturas que invitan a viajar y en viajes que invitan a leer. Los tres polos del imaginario de los que hablaba Marc Augé en relación al viaje inmóvil (el individual, el colectivo y el de la creación que tiene su correlato en los sueños, los mitos y las obras) tienen que estar en contacto continuo y alimentarse recíprocamente. En “la fugacidad de Athos” se sitúa Byron encajando a la perfección esos tres polos para que el lector pueda -y sepa- viajar de forma inmóvil. El individuo Byron en busca de una colectividad inaprensible gracias a la portentosa creación de un texto que hay que leer con pausa, con la delectación con la que nosotros también deberíamos degustar un buen vino, aunque no sea de resina. El monte y el altiplano “son mundos dentro de otro mundo, capaces de desarrollo cultural individual” y en eso radica su luminosidad, tan en contraposición a aquel “dark crystal” al que se refería Lawrence Durrell en Propero’s Cell cuando hablaba de Grecia.
La pretensión del viajero es la de ver en el arte bizantino la representación de sentimientos y no, como era característico de Occidente, sucesos: “El gótico alcanza el firmamento. El bizantino lo recrea.” Un arte que Byron rastrea en todos y cada uno de los monasterios que son “una exacta y delicada parte, una unidad dentro de un conjunto arquitectónico, cada uno influyendo en el vecino y contribuyendo a la destrucción de esa estética liviana con la que los del norte valoramos el paso de los siglos. Para los monjes, paralizados emocionalmente ante el futuro, el simple paso del tiempo no es una virtud en sí misma.”
Allí donde las leyes de la vida no está regidas por las normas cotidianas de la existencia, sino por la conciencia de sí y de los otros, por una libertad de pensamiento convertida en leitmotiv de todo lo que rige en Athos, allí y solo allí es donde habita el olvido y a donde se dirige este viajero aristócrata enclaustrado en un cuerpo rebelde y apasionado. Monasterios, cúpulas, capillas, balcones en el precipicio, reliquias, cantos en la noche, bibliotecas, colores, tradiciones, techumbres de plomo, disciplina, gardenias y guisantes, rusos blancos, túnicas negras, la exasperante indolencia, la tiara imperial. Todo en la montaña sagrada surge del silencio y vuelve al silencio. Todo tiene un sentido. Pero una pregunta se repite incansable en la mente del viajero: “¿Cómo es posible que este vestigio de vida, que en el pasado dominó toda la costa griega, haya permanecido inalterado desde su fundación, el más relevante testimonio de la evolución de Europa sobre la faz de un mundo europeizado?¿Quién se atrevería a afirmar que esa charla sobre la teocracia en nuestro entorno no era sino la creación de un anticuario, que surge más de un tecnicismo que de una realidad?” No hay respuesta: no puede haberla. Si la hubiera Athos ya no existiría como tal.
El Athos de Byron quedará como la huella indeleble de un viajero que supo detenerse también él en un espacio donde los monjes transitan por el pasado hacia el silencio y por el silencio hacia el pasado. Quietud y solemnidad, el semantrón llamando a completas y un aristócrata, cámara en ristre, tocando con la punta de los dedos la claridad quebradiza de un monte insólito.