A estas alturas no debería extrañar a nadie que el visado de la literatura de Carlos Fuentes (Panamá, 1928) sea una imaginación omnívora, proteica y mitológica. Una pléyade de circunstancias históricas y personales modela la leyenda de una obra pergeñada bajo el epígrafe de “La edad del tiempo.”
Fuentes publica ahora La voluntad y la fortuna, una extensísima novela muy mexicana y, no obstante, cosmopolita. El color local de un México invertebrado (“… la ciudad de México es su propio fantasma insepulto, irrevocable”, “un pergamino arrugado, eso es México”) no es ápice para que el lector pueda leer esta obra como un pretexto idóneo para interrogarse también sobre cómo es su país.
Participe el lector entonces de una historia con voces cruzadas, donde una realidad desgajada funda el mundo en un tiempo muerto. El mal, la “traición, mentira, crueldad y venganza” son narradas por una hidra vocal, la de Josué Nadal, a orillas del Océano Pacífico. Una cabeza que va en busca de sí misma y de una historia imperecedera: Josué y Jericó son Cástor y Pólux, Caín y Abel. Esa hidra es un monstruo devorador del tiempo que se acaba y por ello tiene prisa por narrar. Josué es la hidra vocal que, aunque muerto, “había hablado como hablaría –si hablase- una estatua”, refiriendo a los lectores, los “sobrevivientes”, una historia que él mismo va conociendo a medida que la cuenta. Y su historia es la de un fantasma: “¿Coronar un espectro? Ahora entiendo que esta pregunta ha colgado sobre nuestros destinos porque Jericó y yo fuimos Cástor y Pólux, parte de la expedición eterna en busca de la voluntad y la fortuna, mero pretexto, sin embargo para recuperar a un espectro y traerlo de vuelta a casa.” Josué y Jericó descubrirán aterrados que son hermanos y que la figura de su padre fantasmal es la transfiguración mitológica de un Saturno devorador y apocalíptico: “padres e hijos se devorarán entre sí, la casa rebelde se sentará sobre alacranes, los hogares desolados se extinguirán, los cadáveres se inclinarán ante los ídolos y las casas serán antorchas…”
Uno de los más felices hallazgos de Fuentes es, otra vez, la simultaneidad de voces y tiempos espaciales y temporales que se suceden en una narración que supera la mera memoria histórica. Es por ello que la voz que narra, la de Josué, puede preguntarse: “¿Qué hazaña le es vedada a mi relato? ¿Qué mentira no vence a mi memoria? ¿Qué recuerdo del pasado, qué deseo del futuro? Vean ustedes: yo me empeño, para mi propia desesperación (y con suerte, la de ustedes), yo estoy aquí, escribe que te escribe, deseando el pasado al mismo tiempo que recuerdo el futuro”. La novela queda atrapada así en lo que Octavio Paz llamó el “presente perpetuo”, instante paradigmático, atemporal y alegórico que recoge esa obsesión de Fuentes de transmutar la historia en ficción pura y convertir la novela en una indagación sobre el sentido de la escritura.
Al convocar las teologías del bien y del mal, la filosofía, la literatura, la antropología, la pintura, la música, la cultura toda y en todas sus formas al fin, Fuentes se interroga e interroga a una humanidad oceánica que convierte la cabeza de Josué “en caracol marino” repitiendo “historias antiguas que sólo el mar guarda y las olas murmuran.”