«Escribir significa abrirse hasta el exceso; ni siquiera las máximas franqueza y entrega que hacen que uno crea estar a punto de perderse en su trato con los otros, y ante los cuales siempre se arredra mientras esta en sus cabales -pues la gente, mientras vive lo que quiere es vivir-, ni siquiera, esas franqueza y entrega bastan para escribir. Lo que es trasladado desde tal superficie a la escritura -cuando no hay más remedio y las fuentes más profundas callan- no es nada y se derrumba en el instante mismo en que un sentimiento más verdadero hace tambalearse ese suelo superior. Por eso nunca es suficiente la soledad cuando uno escribe, por eso cuando uno escribe nunca reina el suficiente silencio alrededor, la noche nunca es suficientemente noche. Por eso no puede uno disponer de tiempo suficiente, pues los caminos son largos y extraviarse es fácil, y a veces se siente miedo y, sin necesidad de violencia ni tentación algunas, dan ganas de volver atrás corriendo (ganas que luego siempre se castigan duramente), ¡cuánto más si uno recibiera de forma imprevista un beso de la boca más querida! A menudo he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en hallarme en lo más hondo de un gran sótano cerrado previsto de los utensilios de escribir y una lámpara. Me traerían la comida y me la dejarían siempre a la puerta exterior del sótano, lo más lejos posible de donde yo me hallara. El camino hasta la comida, envuelto yo en una bata, recorriendo yo los espacios abovedados del sótano, sería mi único paseo. Después regresaría a mi mesa, comería lenta y concienzudamente, y enseguida reemprendería la escritura. ¡Lo que escribiría entonces!¡De qué profundidades lo arrancaría!¡Sin esforzarme! Pues la máxima concentración no conoce el esfuerzo. Sólo quizá no perseverase lo suficiente, y el primer fracaso, acaso imposible d evitar incluso en ese estado, me sumiría en la más grande de las locuras.
¿Qué te parece, amor mío? ¡No te contengas ante el habitante del sótano!»
Franz Kafka, Obras Completas IV. Cartas 1900-1914, Galaxia Gutenberg, Barcelona, págs. 415-416.