Con la inesperada muerte de Carlos Fuentes desaparece una de las voces narrativas más ambiciosas del Viejo Continente. Porque más allá de que su figura represente una voz atenta a la realidad y un compromiso político e intelectual fuera de toda duda, la suya es una voz omnívora, la voz de un novelista total. Como el teólogo magistral de Cumpleaños (1969) Fuentes creía que “el mundo es eterno, luego no hubo creación; la verdad es doble, luego puede ser múltiple; el alma no es inmortal, pero el intelecto común de la especie humana es único”. Su mundo literario es, como el arte mesoamericano, ceremonial, ritual, barroco, grotesco y cifrado.
Mitos devoradores, alegorías incesantes y una endiablada capacidad de fabular historias y utopías enlazadas en estructuras laberínticas, sagas imposibles que se multiplican en una tentativa por descifrar el mundo: he aquí el vellocino de oro de Fuentes, un autor que creyó incansablemente que era posible narrar lo imposible. Que la epopeya americana tenía que ser contada desde el logos más estricto, pero aderezado siempre por el más voluptuoso de los pensamientos mágicos, convertido en sus páginas en un vértigo de la imaginación. Las máscaras y los espejos que pueblan sus escritos no son sino el abismo que dinamita creencias vanas y certezas pueriles.
La única consigna irrenunciable de Fuentes era la de “cargar las palabras de dinamita, hablar al pueblo” y sentir la ciudad, la urbe cosmopolita y rabiosamente moderna como si fuera la más antigua de las ciudades, conjugando así tradición y modernidad. Convertidas en todas sus novelas en la región más transparente, esas ciudades reflejan la única terra nostra posible, el espejo enterrado que devuelve la imagen invertida de un mundo que los lectores sentimos ya nuestro. Y es por eso que, como quería Elena Poniatowska, “cada lector encuentra en Fuentes lo que quiere encontrar… Cada uno desprende de sus palabras lo que necesita, su cambio de piel, su naranjo, su frontera de cristal, su constancia, su cabeza de la hidra, su aura, su virginidad, su cumpleaños, su vuelta a los orígenes.”
Las incansables regiones de la imaginación de Fuentes estaban sustentadas por una fe ciega en un lenguaje que había que conquistar, que era envolvente y que estaba influido por los logros lingüísticos de Dos Passos, Joyce y Faulkner. A su lado creía que “la literatura dice lo que la historia encubre, olvida o mutila” y que “la novela es mito, lenguaje y estructura”.
Nélida Piñón afirmaba de él que “esculpido en piedra, y modelado por el linaje del tiempo y por el lenguaje de las civilizaciones, esta cara suya, como si fuera la máscara dorada de Agamenón, es un palimpsesto proyectado para representar lo humano en versión armoniosa y conmovedora.”