Intento trágico en los griegos: saber que la piedra que está en el río no es la que está en el alma, pero intentarlo, aun sabiendo que es imposible.
José Lezama Lima, A partir de la poesía
«Licario le transmitió a Cemí un conocer que él llamaba curso délfico y Cemí lo conversó contigo, es decir, se hizo visible. Y eso es lo que yo te voy a enseñar y después te diré cómo podrás ver a tu madre. Licario tenía el convencimiento de un conocimiento oracular en el que cada libro fuera una revelación, con eso se evita el fárrago de lecturas innecesarias en que caen los adolescentes. El concepto romántico y erróneo de que el error de esas lecturas sobrantes tiene que ser superado por el que oye la palabra de los iniciados, de los que han sabido hacer su camino y comprendido el Eros estelar, el wu wei de los chinos. Cada libro debe ser como una forma de revelación, como el libro que descifra el secreto de una vida. La primera parte del curso se llamará oberturá palatal, tiene por finalidad encontrar y desarrollar el gusto de la persona. ¿Cuáles son los libros que dejan en nosotros una nemosine creadora, una memoria que éste siempre en acecho devolutivo?»[1]
El curso délfico tenía tres momentos característicos: en primer lugar, la «obertura palatal» (gustación de la buena literatura); después, el «curso délfico» propiamente dicho (estudio de la historia de la cultura); por último, de las «aporías eleáticas» (juegos de la cultura y la inteligencia). En su casa de Trocadero, Lezama aconsejaba lecturas a los jóvenes que a él acudían.
La respuesta a la pregunta de Editabunda, personaje que dialoga con Fronesis hacia el final de la novela, la contestó el propio Lezama en una entrevista:
«La lista resultaría demasiado larga, y yo tengo una memoria prodigiosa; pero no puedo recordarlos todos. A modo de ejemplo y referencia podría decir que la relación incluye textos como El gran Meaulnes, de Fournier, Al revés de Huysmans, todo Platón, Rilke y Dostoievski, Los cantos de Maldoror, de Lautréamont, Conversaciones con Goethe, de Eckerman, Doktor Faustus, de Mann, Mario, el epicúreo, de Pater, Gaspar de la noche, de Bertrand… Y en otra dimensión, Psiqué, de Erwin Rohde, El otoño de la Edad Media, de Huizinga, El amor y Occidente, de Rougemont, el Tao Te Kink, de Lao Tsé, El libro de los muertos, y muchos, muchos más.»[2]
Yo conocía el dato sobre los libros que Lezama incluía en el curso délfico, pero no había leído la obra de Rougemont. Paradiso y Oppiano Licario, libros que leí años antes, transitan, en ese otro orden de cosas del que Lezama habla, por un universo cultural semejante al que plantea, en algunos pasajes, Rougemont. El año pasado volví a leer Oppiano Licario, y este año, El amor y Occidente. La pregunta que yo busco es porqué Lezama incluyó ese libro en el curso, y en qué medida podemos hablar de que existe una presencia del mismo en Oppiano Licario. Esa pregunta tiene un corolario: salvando la distancia cronológica, el libro de Agamben Estancias hubiera podido incluirse en el curso. (Esta hipótesis sobre el libro de Agamben tuvo su propia vivencia oblicua: el año pasado estaba leyendo un articulo de Saúl Yurkievich, incluido en su libro A través de la trama. En su articulo titulado «José Lezama Lima: la risueña oscuridad o los emblemas emigrantes» Yurkievich reconoce la deuda contraida con «I fantasmi di Eros» para «desovillar la intrincada madeja de Dador.»[3] Leer sobre Dador me había llevado directamente al libro de Agamben.)
Sabemos que Oppiano Licario es la continuación de Paradiso, o mejor, el cumplimiento de un poema, el que la hermana de Licario entrega a José Cemí por expreso deseo del hermano muerto, y de una promesa: «ritmo hesicástico, podemos empezar.» Empecemos entonces por el final de Paradiso:
«A lo largo del corredor se veían en mosaicos de fondo blanco, lanzas, llaves, espadas y cálices del Santo Grial. La lanza penetrando en un costado del que ascendía un bastón, la llave que franqueaba la entrada a un castillo hechizado, la espada de las decapitaciones en una plaza y los caballeros del rey Arturo sentados alrededor de la copa con sangre. Los emblemas de los mosaicos estaban tratados en rojo cinabrio, la lanza era transparente como el diamante, un gris acero formando la espada encajada en la tierra como un phalus, y cada trébol representaba una llave, como si se unieran la naturaleza y la sobrenaturaleza en algo hecho para penetrar, para saltar de una región a otra, para llegar al castillo e interrumpir la fiesta de los trovadores herméticos»[4]
En esa «fiesta de los trovadores herméticos» Lezama participa sólo haciendo señales. Como los trovadores: ni mostraban el sentido de sus versos, ni lo ocultaban. La potencia del sentido está en el contrasentido. El espesor de la capacidad creativa de uno y otros hay que buscarla «alrededor de la copa con sangre». En palabras de Emir Rodríguez Monegal «el exceso de luz enceguece».
Mi lectura de Oppiano Licario se ha focalizado en el capítulo cuarto, quinto y sexto. He seguido el planteamiento que Margarita Fazzolari establece en su artículo «Las tres vías del misticismo en Oppiano Licario.» Sólo una salvedad: Lezama Lima (tampoco lo plantea así Fazzolari) no es un místico, y mi discurso no pretende encontrar paralelismos imposibles entre uno y otro. Sí que es cierto que pone en juego procesos de escritura y de sentido afines al discurso del místico, pero fracasará cualquier intento de comprender su obra desde presupuestos místicos. En particular me he servido del siguiente esquema que rescato del mencionado artículo:
Capítulo IV
Vía purgativa, que Lezama encuentra en San Benito y sus reglas.
Capítulo V
Vía iluminativa, transitada a través de Miguel de Molinos y lo que Lezama llama la contemplación solar.
Capítulo VI
Vía unitiva o el Yoga kundalini.
Efectivamente, en el inicio del capítulo cuarto aparece también el momento en que se levantan los monjes benedictinos para hacer el oficio nocturno. Sabía que por la noche la confluencia entre el sueño y la vigilia lleva consigo inexorablemente el descenso a la materia, la evocación prometida del lugar vertiginoso que es la escritura. Son las horas oscuras de la creación, momentos privilegiados de los sentidos y del sentido, momento también de la iniciación, del libro en forma de revelación, del que hablaba Editabunda, que es, antes que nada, un secreto, algo que debe ser descifrado.
«A las dos de la madrugada Oppiano Licario sintió como si despertase en tierra desconocida. Eran las horas pertenecientes a lo que los Evangelios llaman los hijos de la promesa, el primer aposento en tierra desconocida.»[5]
Licario muerto aparece en la novela que lleva su nombre como la imagen de un sueño lejano, aquel que se ausenta, alguien que no está. El lector se enfrenta a dos espacios, el real (la sabiduría terrestre) y el del sueño (paraíso celeste), para conformar una sola imagen de lo que sucede en la novela: aparición fulgurante del espacio simbólico.
«San Buenaventura estudia las relaciones entre el paraíso terrestre y el celeste. Lo que se oye en el paraíso celeste no se puede repetir en el terrestre, «oyó palabras inefables que no es lícito a un hombre el proferirlas». Lo que se oye en el paraíso terrestre se puede repetir en el celeste, «Enoc agradó a Dios y fue transportado al paraíso para predicar a la gente la sabiduría». A Licario le parecía maravilloso la adquisición de esa sabiduría terrestre, analógica, por la que está esperando en el Paraíso. El huerto cerrado, la fuente sellada, necesitan de esa sabiduría. Y a Licario le parecía que en esos paseos estaba la sabiduría por la que se esperaba en el Paraíso.»[6]
Tanto un paraíso como otro se necesitan mútuamente. De esa manera construyen un lugar unitario, no se pueden separar, o lo que es lo mismo, y en palabras de Celan, «no separes el No del Sí./Y da a tu decir sentido:/dale sombra.» Para Lezama Lima esa unidad sólo se produce en la poesía (lo celeste) y en la resurrección de la carne (lo terrestre), en clara oposición al «ser para la muerte» de Heidegger.
El encuentro entre la hermana de Licario, Ynaca Eco Licario, y José Cemí, quiere ser la comprensión de un diálogo, que es sólo un medio diálogo:
«En esa dimensión la imago viene a completar esa media visión, pues si no existiese lo posible de la visibilidad de lo increado, no podría existir la cantidad novelable y este diálogo entre usted y yo sería imposible.»[7]
Este es el momento en que Ynaca y Cemí se encuentran y dialogan: aquella tiene el poder de la visión, pero no es una visión total, está compuesta de fragmentos. Las correspondencias entre cielo y tierra en la obra de Lezama sólo pertenecen al Árbol y al Hombre. Como si se tratara de un juego de espejos, Ynaca es la imagen de Cemí, su doble, y Cemí, al que le falta un cuerpo, es «la visión de Dios», que busca la imago del amigo muerto, Licario. No sé si podemos establecer una fractura, aunque sea conceptual, entre amor espiritual y amor carnal. Ambos personajes intentan apresar la imagen del otro como si fuera real. En palabras de Agamben, Ynaca es el miroërs perilleus que hace posible en el pensamiento de Cemí la construcción de la imagen de Licario. Aquel también se encuentra «entre Narciso y Pigmalión.»
«La fuente de Amor, que «inunda de muerte a los vivos», y el espejo de Narciso aluden pues ambos a la imaginación, donde habita el fantasma que es el verdadero objeto del amor: y Narciso, que se enamora de una imagen, es el paradigma ejemplar de la fin’amors, y a la vez, con una polaridad que caracteriza a la sabiduría psicológica de la Edad Media, del fol amour que despedaza el círculo fantasmático en la tentativa de apropiarse de la imagen como si fuese una criatura real. Podemos por eso desde ahora considerar como suficientemente motivada tanto la aparición del tema de la ymage en la poesía amorosa como el encuentro de Eros y de Narciso junto a la fuente de amor. Haber hecho gravitar también a Eros en la constelación del fantasma, haberlo llevado a mirarse en el miroërs perilleus de la imaginación es la gran novedad de la psicología de la Edad Media tardía.»[8]
Este párrafo es, tal vez sin saberlo, una de las aportaciones más fulgurantes al repertorio crítico sobre la obra de Lezama. La comprensión de la novela pasa por la comprehensión de las palabras de Agamben, porque la relación entre Licario, Ynaca y Cemí no es más que un círculo fantasmático, una tríada diríamos, que se buscan a sí mismos en la imagen del otro, la imagen de aquel que está ausente, o lo que es lo mismo, de aquel que está en el pensamiento, la imagen interior del corazón. Agamben habla de «enamorarse por la sombra, enamorarse por la figura»; Lezama ha levantado todo un edificio poético para cimentar esas cuatro palabras. Las palabras de Agamben sintetizan con precisión lo que había sido la experiencia poética de los trovadores: «cela qu’ieu anc no vi» de Rudel es aquella sombra lejana conformada como imagen próxima. Y es también una unión alejada del vínculo social del matrimonio. La ley d’amor «lo que exalta es el amor fuera del matrimonio, pues el matrimonio significa sólo la unión de los cuerpos, mientras que el «Amor», que es el Eros supremo, es el impulso del alma hacia la unión luminosa, más allá de todo amor posible en esta vida.»[9]
Para Lezama es la imagen la que acude en ayuda de uno:
«Lo que interrumpe las ideas, como una fuga per canon, marcha acompañado por la voz que refuerza, pero como una desdicha que no soporta la tregua, mi visión no está pautada sobre nuestro diálogo, cuando mi visión se interrumpe no oigo que nadie me habla, no lo tengo a usted a mi lado, la imago no viene en mi ayuda. Muerto Licario, el dueño de las excepciones morfológicas, no puedo yo, una inconsciente infusa, aprovecharme de su herencia, si usted no me insufla el aliento de la imagen. Somos la otra trinidad que surge en el ocaso de las religiones.»[10]
La «Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas» es el manuscrito que Licario dejó como legado a su hermana para que ésta lo transmitiese a Cemí, guardián sagrado del mismo. Allí se cifraba, encarnada y cifrada, toda la sabiduría de Oppiano Licario. El desenlace de la custodia del manuscrito será trágico: cuando Ynaca y Cemí están haciendo el amor, que, dicho sea de paso, es una acto abstracto, de pensamiento, con las miras puestas siempre en la persona ausente (Licario), el viento, el agua y un perro borrarán cualquier huella de las palabras de Licario.
«La imago no viene en mi ayuda.» Sólo el proceso cobra sentido cuando se produce un camino de ida y vuelta: ir hacia la imagen (construirla) y dejarse invadir por la imago (recibirla). En Lezama lo importante no es tanto construir una imagen, sino permitir que la imagen pueda ser acogida. Este es para Lezama el nuevo Agape, tal y como utiliza la palabra Rougemont en su libro. Son la «otra trinidad que surge en el ocaso de las religiones», imagen trinitaria (Licario-Yanaca-Cemí) de la reconstrucción que se está llevando a cabo de la imagen del amor, pero también de la imagen de aquel que ya no está, potencia evangélica que es la progresión infinita en la ausencia. Y ello supone reconstruir ex nihilo una manifestación vivida en la lejanía, fundando allí la espléndida iconografía de un rumor, lo que Lezama ha descrito como «el cuerpo ficticio adquirido por la sombra de los fantasmas.»
«Sintió Cemí la llegada del deseo, la imagen de Ynaca aparecía y se borraba, estaba a su lado y sentía que desaparecía. Como el cese de una resistencia y después grandes carcajadas que decían un nuevo comienzo. El simpathos, el Eros de la lejanía irradiando en el cuerpo que estaba a su lado, el nexus universal que abatía todas las esclusas y después el agua salitrera, la división rebullendo en cada poeta.»[11]
El poeta en perfecta unión con su doble, crea: acto poético y acto sexual, absolutamente abstracto entre Ynaca y Cemí. La imagen no es tanto lo que aparece ante nosotros, sino, sobre todo, lo que no vemos. Y el «Eros de la lejanía» que resume a la perfección lo que fue la experiencia poética del trovar. Es la génesis del amor, entre lo corporal y lo espiritual, que Lezama toma de Platón y Aristóteles, pero, sobre todo, de la fantasmatología medieval, nacida de la teoría aristótelica de la imaginación y de la doctrina neoplatónica de pneuma: el fantasma impreso que de manera tan precisa Rougemont estudia. El eros creador posee también una naturaleza fantasmática, naturaleza que la lírica de los trovadores y del dolce stil nuovo ya había revelado.
«Yo pude seguirlo hasta la casa de las arañas, después hasta el umbral de la casa de los muertos. Es cierto que la puerta era de vidrio, pero tan espeso que por ella no pude penetrar, pues tenía extendida una cortinilla marrón que me rechazaba, pero nos unía el último soneto de Licario: La araña y la imagen por el cuerpo,- no puede ser, no estoy muerto. Ya ve cómo él señalaba las arañas como sitio propicio al primer encuentro y la imagen por el cuerpo rompiendo el tabique del espacio interior del cuerpo y el espacio donde se inserta el cuerpo. El cuerpo convertido en imagen y obediente a las palabras que le dictaban una última cita. Nuestro encuentro tiene que ser la comprobación de que esa cita se ha verificado. Si trasladamos a las palabras este encuentro nuestro, quiere decir sencillamente: Ha resucitado. Pero yo, tal vez, no vivo en el arrepentimiento purgativo del Eros, sino en la comprobación por el simpathos de la vía unitiva.» [12]
La delectación del movimiento, del encuentro de ese «cuerpo rompiendo el tabique del espacio interior del cuerpo», tiene la dilatación de una extensión que es un círculo, fijo y unitivo: la resurrección. Es este el concepto central de toda la obra que Lezama sustenta y sostiene bajo la forma de la imago, la resurreccción, el amor imposible cuyo potens es, paradógicamente, la máxima proliferación, la estética de la extrañeza de la que hablaba Octavio Paz. Pero es preciso que Lezama defina, sin convertir la definición en ceniza, como decía él, la distinción entre imagen e imaginación:
«De la misma manera que el flujo no es el continuo temporal, la imago no es la imaginación, ésta es, pudiéramos decir, la intención arribada, la imago es un potencial, una fuerza actuante, una superación del espacio y del tiempo. La vieja pregunta aristotélica, que jamás aminorará su
enorme enigma interrogante ¿cómo puede ser algo que se compone de lo que no es? La única respuesta posible no está en el tiempo ni en el espacio, sino en la imago. La expresión de Heidegger salir al encuentro, sólo puede tener sentido acompañada de otra, nos viene a buscar, la instantaneidad coincidente de ambas expresiones es la imago.» [13]
Se cumple de este modo lo que Agamben llama la «civilización de la imagen». Es el Medioevo quien merece tal nombre: amor y fantasma, corpóreo e incorpóreo, luz y sombra. Y en Oppiano Licario se verifica no la civilización, que Lezama integró con la lectura de El amor y Occidente, sino la edificación de esa misma imagen: «Vi morir a tu padre; ahora, Cemí, tropieza.»
Bibliografía citada
AGAMBEN, Giorgio, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Valencia, Pre-Textos, 1995.
BIANCHI, Ciro, Asedio a Lezama Lima, en QUIMERA, Abril, 1983, nº 30
LEZAMA LIMA, José, Paradiso, Madrid, Archivos, 1988.
________________, Oppiano Licario, México, Ediciones Era, 1977.
ROUGEMONT, Denis de, El amor y Occidente, Barcelona, Kairós, 1996.
V.V. A.A., Coloquio Internacional sobre la obra de José Lezama Lima. Prosa, Madrid, Editorial Fundamentos, 1984.
Notas
[1] J. Lezama Lima, Oppianio Licario, México, Ediciones Era, 1977, p. 209-210.
[2] Quimera, Abril, 1983, nº 30, p.44.
[3] S. Yurkievich, A través de la trama, Barcelona, Muchnik Editores, 1984, p.180.
[4] J. Lezama Lima, Paradiso, Madrid, Archivos, 1988, p. 454.
[5] J. Lezama Lima, Oppiano Licario, México, Ediciones Era, 1977, p. 93.
[6] Ibídem, p.101.
[7] Ibídem, p.133.
[8] G. Agamben, Estancias, Valencia, Pre-Textos, 1995, p. 151.
[9] D. de Rougemont, El amor y Occidente, Barcelona, Kairós, 1996, p.78.
[10] J. Lezama Lima, Oppiano Licario, México, Ediciones Era, 1977, p. 134.
[11] Ibídem, p.122-123.
[12] Ibídem, p. 118.
[13] Ibídem, p. 135.