La voluptuosdidad, la palabra transgresora, la sensualidad narrada, el erotismo y la pura sexualidad, o dicho de otra forma, la intimidad corporal y psíquica o la energía de la conciencia no han sido formas de la expresión ajenas a la trayectoria literaria de Abilio Estévez (La Habana, 1954). La dicción obscena es de este modo y como quería Claudio Guillén “la respuesta a las interdicciones y los engaños y los fraudes morales” de cada tiempo y sociedad, sea la que fuere.
Con esta “expresión total” elude Estévez en El año del calipso la simple narración de unos acontecimientos para subrayar su capacidad de fabular. Si algún género literario es propicio para fabular éste no es otro que la narración erótica. Aquí la dicción busca ante antes que nada edificar una mirada que debe estar sujeta al puro goce de la contemplación: “La mirada debe demandar algo especial y gozar con su contemplación. Hay que permanecer en la sombra; ser sujeto que observa y no pasar nunca a la categoría de sujeto observado. Voyeur: mirón que esconde, rascabuchador… Al voyeur, tan sofisticado, lo distingue la búsqueda de la sencillez y la espontaneidad.”
Condimentada con todo tipo de escenas y encuentros furtivos, en El año del calipso priva las reflexiones sobre el comportamiento homosexual. Y no deja de ser soprendente que en muchas ocasiones el adolescente Josán, que es el que narra su historia privada y el descubrimiento paulatino del sexo, se formule preguntas filosóficas del tipo “¿y si morir comportaba mirar desde otro lado?” y que sea capaz, además, de aderezarlas con reflexiones moralistas que no moralizantes.
La intención es posicionar la narración en un pasado paradisíaco, en una suerte de regreso a la infancia que exlique las complejidades anímicas del personaje adulto rememorando todas sus cuitas: “… si alguien nos hubiera dicho que aquello pasaría, que llegaría un período atroz, que nos dispersaríamos por el mundo, que nos fugaríamos como tórtolas, y que para colmo íbamos a morir, nos hubiéramos reído a carcajadas. Qué coño, si éramos felices y por lo mismo, y para siempre, inmortales. Inmortales e inmorales”. Estévez logra trasnmitir así el calor de una época pretérita donde la felicidad va de la mano del descubrimiento tanto del propio cuerpo de Josán como del ajeno. Pero la revelación del sexo siempre va acompañada en esta novela de un terreno a conquistar, una guerra que vencer y un juego que ganar: “Flirtear, singar, no es un juego, sino una conquista, un aprendizaje, un ritual, una amenaza, una batalla.”
A sabiendas de que “… en el sexo, y hasta en el amor, el encanto del otro parece proceder de su peligrosidad; lo atractivo surge de lo amenazante” Estévez nos recuerda con El año del calipso que no hay ficción inocente.