El 14 de julio de 1954 Mark Rothko escribe una carta a la célebre galerista de arte Katherine Kuh en la que, refiriéndose a sus Seagram Murals, le confiesa: “Y si he de depositar mi confianza en algún sitio, la otorgaría a la psique del observador sensible y libre de las convenciones del entendimiento. No tendría ninguna aprensión respecto al uso que este observador pudiera hacer de estas pinturas al servicio de las necesidades de su propio espíritu; porque si hay necesidad y espíritu al mismo tiempo, seguro que habrá una auténtica transacción.”
Esa transacción de la que habla Rothko en relación a sus cuadros de gran tamaño es la que pretende llevar hasta sus ultimísimas consecuencias Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) en sus libros. A la par que publica El fondo del cielo Fresán reedita –corregida y aumentada en la colección ‘Otra vuelta de tuerca’ de Anagrama, y con prólogos impagables de Ray Loriga e Ignacio Echevarría- Historia argentina, ese mítico libro de cuentos que era también el principio de todo: la máquina a la que Fresán le inyecta por igual dosis de metaficción, parodia, reescritura sin límites y acumulación histérica –que no histórica- de música, pintura, cine y literatura o de cómo la ambigüedad y la desconfianza dotan a sus ficciones de carta de navegación que toma las señas de identidad gracias al vértigo apocalíptico de un mundo veloz y muy moderno.
Aquel libro era, sí, el principio de un todo que tiene aquí en El fondo del cielo si se quiere su reverso más voluble, el final de la historia, la ida hacia el futuro como una búsqueda agónica del pasado más reciente en la memoria: “La memoria como esa inexplicable máquina del tiempo y el pasado como cuarta dimensión y planeta alternativo con vida un poco más inteligente que aquella que lo habita en el presente.” Fresán parece querer escribir siempre el mismo texto. El que nos ocupa es también, a su modo, otra vuelta de tuerca (una más, pero no la última) sobre las instrucciones de uso de la vida y milagros de Fresán, sus santos laicos que dan la clave de acceso a su santo santorum en forma de epílogo titulado ‘Agujeros negros, luces de colores y momentos maravillosos: explicación y agradecimiento’. No olvide el lector que Fresán siempre ofrece al final de sus libros el making off que aquí y ahora está presidido por Kurt Vonnegut y su Matadero Cinco, pero está también John Cheever, J. G. Ballard, David Foster Wallace, Donald Barthelme, Ray Bradbury… Y está también de Rothko Yellow and Blue (Yellow, Blue on Orange) que crea el hechizo de un autor y su espectador mirando el mismo cuadro.
‘No es una historia de ciencia-ficción porque es una historia que lo único que hace es mirar hacia atrás, recordar, fabricar recuerdos en la máquina de la memoria. No: en realidad ésta es una historia de amor.’ Quede claro entonces que no es una novela anclada en el 11-S, ni es una novela de ciencia-ficción, ni pretende contar la historia de otro planeta como si fuera la paranoia de un extraterrestre, o peor, de un terrestre. Pero sí puede ser una historia de amor a tres bandas de dos jóvenes enamorados de una misma mujer y de un misterioso libro (‘Evasión’) en una suerte de idas y venidas y momentos epifánicos que hacen de Fresán una mago que escribe ‘como quien se despide’. Adiós.