El Premio Herralde de Novela 2007 ha recaído en Martín Kohan (Buenos Aires, 1967), profesor universitario que enseña teoría literaria y que ha escrito ensayos, cuentos y seis novelas.
Ciencias morales pivota esencialmente sobre un microcosmos -el colegio y la vida de los preceptores- y se deja entrever un macrocosmos -la ciudad, el país-, que está y se supone, pero sobre el que apenas se dice nada. No hay pues la multiplicidad de focos y tiempos narrativos a través de los cuales asistíamos a la historia de los cadetes del colegio militar Leoncio Prado en la novela de Vargas Llosa La ciudad y los perros. Kohan ha preferido relatar la historia interna del colegio desde un único punto de vista, el de una preceptora que es contratada para conseguir hacer cumplir el reglamente en “el punto justo”. Kohan abre de par en par las puertas de un colegio que actúa como el escenario donde representar los pensamientos de una preceptora que salen a escena tímidos y a cuenta gotas. El colegio es metáfora del mundo pero “nada de lo que pueda sonar afuera alcanza a resonar adentro.” María Teresa tendrá que agazaparse en el baño de los varones para que ese microcosmos se abra al mundo y pueda comprobar el dolor intenso y mudo que Biasutto, otro preceptor, es capaz de afligirle. La novela ofrece, si se quiere, una alegoría amoral sobre las consecuencias del servilismo y el precio que se debe pagar para obtener una nostálgica utopía frustrada: los que sustentan el poder no están libres de ser violentados en nombre de la ley.
Por su parte Antonio Ortuño (Guadalajara, México, 1976) ha conseguido ser finalista con la novela Recursos humanos. Ortuño escribe acerca del vértigo y el letargo de la soledad, mostrase uno y sentirse otro, el caldo de cultivo tiránico y plebeyo que el mundo de la empresa provoca en la vida de Gabriel Lynch, un empleado que nos cuenta la historia de su odio: “No es agudo, como el apetito de mujer o dinero, mi odio. Es una comezón más íntima, que reseca los labios y oprime el estómago. Continua, nociva como la inminencia de una convulsión.” Con un fraseo contundente y una endiablada capacidad de observación Ortuño propone una ficción donde los personajes se mueven como marionetas al son del mejor postor: Constantino, el jefe que tiene que ser aniquilado y que resulta ser el aniquilador, el único que tiene “recursos humanos” para deshabilitar a los otros. La escritura de Ortuño es enérgica y a ratos delirante. Se clava como el aguijón de una abeja en la imaginación del lector y deja una estela de dulce amargura. La visión que nos ofrece Ortuño es contradictoria y desgarrada. A través de la conciencia introspectiva y fluctuante de Lynch Recursos humanos manifiesta una apuesta decidida por el conflicto interior y exterior. No hay en esta oficina un Bartleby silencioso y cabizbajo que fracasa porque, aunque “preferiría no hacerlo”, no le queda otra. Lynch puede ser un Melville cosmopolita, secretor lector del Libro del desasosiego, y puede decir como Kafka: “Querida, hay que pensar en ti en todas partes, por eso te escribo sobre la mesa de mi jefe, al cual estoy representando en estos momentos.”