A estas alturas no les voy a presentar a Sergio Pitol (Puebla, México, 1933), ese escritor capaz de escribir ensayos como si fueran cuentos, cuentos que parecen novelas y novelas, en fin, que poseen el registro de un ensayo o una conferencia dictada en la otra parte del mundo. Esa es la marca registrada de Pitol. Y en estos dos libros que ahora nos ocupan no hay excepción.
Los mejores cuentos no es un libro nuevo, sino una selección de cuentos que Alfaguara ya publicó en 1998 con el título de Todos los cuentos. No obstante, ahora se han incluido dos que no aparecieron ahí: “Victorio Ferri cuenta un cuento” y “Cementerio de Tordos”. El mago de Viena tampoco es inédito, ya que algunos de los textos publicados aquí fueron incluidos en Pasión por la trama y están en la órbita de El viaje o El arte de la fuga, tetralogía y abecedario pitoliano. Lo dicho. Sus textos se reincorporan aquí o allí: aunque fueron publicados en un libro ensayístico, ahora pueden ser leídos como si de un cuento se tratara. Pitol es un genio de las imposturas: desfigura géneros, estilos, parodia tradiciones, traiciona principios que son finales, dejando abiertos siempre sus textos para que el lector los complete.
De fondo la propia existencia, la biografía de este diplomático que de día redactaba soporíferos informes y de noche dejaba rienda suelta a la histeria de su estilo y a la fuerza ineludible del sueño: “Aquello que da unidad a mi existencia es la literatura; todo lo vivido, pensado, añorado, imaginado está contenido en ella. Más que un espejo es una radiografía: es el sueño de lo real.” Son palabras de Pitol en El mago de Viena; esto otro, lo explica el narrador del inquietante cuento “El regreso”: “Tanto en la vida como en la literatura le parece ideal que los hechos puedan ensamblarse, fundirse a tal grado que se neutralicen, que se diluyan en una especie de fluido en que ninguna de las partes pueda valer por sí misma sino por el todo, el cual, a la postre, no debe ser sino un clima, una determinada atmósfera.” Sus cuentos y sus ensayos tienen el aliento de los cuadernos de bitácora, el laboratorio íntimo de su escritura. Son el estilo hecho vida, es decir, su cuerpo hecho escritura.
Pitol no fiscaliza a sus criaturas, no quiere colocar ninguna cortapisa al destino de sus personajes, con los que fácilmente se confunde: “Se da cuenta de que a momentos su relato trata de evadírsele antes de siquiera permitirle una aproximación a la historia que pretende contar.” Estos cuentos de atmósfera asfixiante, de estilo onírico, con miles de registros que obligan a una lectura lenta, cuentan un cuento que nunca se cuenta.
La obra de Pitol depende de la vida, su arte de la biografía. Son entidades simultáneas como estos dos libros que quieren ser leídos así: uno es el comentario gozoso del otro, y éste la secreta amplificación de lo que allí, en tono autobiográfico, se cuenta.