Es verdaderamente insólito el modo en que este libro de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) consigue acomodar la realidad a lo insólito de la existencia. Porque este conjunto de relatos con los que ha obtenido la autora el Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero logra dramatizar lo cotidiano extraviando lo real en el bosque de la extrañeza. De Schweblin ya esperábamos una realidad enigmática. A ella nos acostumbró desde su espléndido y unánimemente aplaudido Pájaros en la boca (Lumen, 2010), cuentos en verdad lacerantes. En Distancia de rescate (Random House, 2015) esta autora argentina dio sobradas muestras de que era capaz de sostener la fatalidad en un enigmático relato anclado en la multiformidad y lo impredecible.
En estas Siete casas vacías el lector topará una y otra vez con arenas movedizas que tratan de escenificar no solamente una revelación de lo desconocido que asola al hombre contemporáneo, sino también, y sobre todo, una manera evidente de subrayar la fragilidad de ese hombre incapaz de dominar unos fenómenos que le acechan a todas horas. Una fragilidad que dará muestras aquí de que la vigilia y el sueño, de que la realidad y la ficción, de que la verdad y la mentira son esas arenas que imponen al mundo real su desconcertante dosis de irracionalidad. La desnudez metafísica de los personajes de estas casas que son tomadas por la irrefrenable pasión de lo hipotético, de lo que podría pasar si, evoca una poética cortaziana que recuerda un verso de Rimbaud: “la sinfonía se agita en la profundidad”.
Lo que va cobrando vida en estos cuentos nunca se vislumbra de antemano. En “Nada de todo esto” madre e hija toman las casas ajenas sin saber porqué. En el tristísimo “Mis padres y mis hijos” abuelo y abuela danzan desnudos por el jardín como si estuvieran poseídos por el ritual de la serpiente, pero el lector sospecha que no son ellos los locos. En “Pasa siempre en esta casa” una mujer piensa “que las cosas suceden siempre en el mismo orden, incluso las más insólitas”, y lo piensa “como si lo hiciera en voz alta, de un modo ordenado que requiere la búsqueda de cada palabra.” En “Un hombre sin suerte” un personaje fantasmal se acerca a una niña y parece secuestrarla, pero ella repite “en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.” Pero es, sin duda, “La respiración cavernaria” el cuento más espectacular (y más largo) del libro. Para Lola todo cabe en una caja y en una lista: “Clasificarlo todo. Donar lo prescindible. Embalar lo importante. Concentrase en la muerte. Si él se entromete, ignorarlo.” Este cuento ha sabido mostrar con una fuerza hipnótica que la literatura puede ser, en el mejor de los casos, una poética para la muerte.
La literatura de Schweblin parece cartografiar no precisamente lo que sabe, sino también lo otro: el extrañamiento que acecha en la infancia y en la vejez, la memoria de un tiempo perdido que delata un universo perturbador y sin anclaje posible a que tanto se asemeja a las palabras del cronopio: “Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad aparente.”