Sabemos, qué carcajada, que lo lúdico es lo agónico.
Virgilio Piñera cumple 60 años, José Lezama Lima
Del mismo modo que el pensamiento de la vida incluye el pensamiento de la muerte, así también, en general, el pensamiento de la dicha –la beatitud- implica un profundo e inigualable conocimiento de la desdicha.
La fuerza mayor, Clément Rosset
El motivo de esta reflexión sobre los Cuentos fríos de Virgilio Piñera es una incertidumbre que asalta al lector (o cuanto menos a este lector) cada vez que se enfrenta a ellos. La incertidumbre, como siempre, tiene la forma estelar de una pregunta, que son dos: ¿Pueden desencanto, desvarío, desdicha, desastre e ironía representar un itinerario posible para la lectura crítica de estos relatos? ¿Es este desencanto doloroso, palpable desde su primer cuento, el gesto devastado, pero mordaz, de un ‘hombre invisible’, como le llamó Guillermo Cabrera Infante, cuyo rostro es, en realidad, el reflejo quebrado de una inteligencia ruinosa[1]?
Para cercar mejor estos interrogantes hay que decir cuanto antes que la dificultad de leer a Piñera y escribir sobre él tiene su origen en unos cuentos entregados a la expresa renuncia de un mundo concebido desde una perspectiva lógica o natural y que ofrece, como resultado final, una visión deformante y deformada de la realidad. Pero no deberíamos suponer con ello que lo extraño, lo que carece de lógica o lo sobrenatural se convierte entonces en la única vía de escape para el lector azorado por sus cuentos. La declaración expresa de que el espacio crítico que se abre siempre ante cualquier escritor –y especialmente en autores tan afines a Piñera como Kafka o Beckett[2]– es el terreno saludable y propicio para abonar el equívoco y la más incierta de las ambigüedades se cumple con el autor de El que vino a salvarme de una forma fatal. Esa renuncia ideológica a la que parecen lanzarse desbocados y solitarios muchos de sus anónimos personajes no es sino la búsqueda agónica y delirante –desvariada y desastrosa- por encontrar un lugar en el mundo que, a fortiriori, es el lugar de Piñera. Y, en alguna medida, también el nuestro.
Leídos estos Cuentos fríos uno no puede impedir una notabilísima sensación de esterilidad. Imposible negar que la instigación crítica, la relectura que se querría fructífera y henchida de sentidos ocultos que deberían haber sido desvelados pacientemente se vuelve, en su caso, lineal y franca. Palabras como espléndida, pródiga, exuberante, profusa o dadivosa no parecen estar en la órbita de las lecturas que se han producido y producirán sobre su literatura. Más bien uno tiende a pensar en adjetivos como austero, sobrio o parco. Como su vida.
No es este el lugar para volver a decir que su obra cobra una insólita lectura si la proyectamos sobre la biografía del propio Piñera, pero no es menos cierto que lo dicho también guarda su sentido si lo entendemos a la inversa.[3] Si quisiéramos -y pudiéramos- reconciliar la vida de Piñera con su obra uno de los textos que nos aportarían inequívocos argumentos sería el espléndido cuento “Cómo viví y cómo morí” porque es ahí a nuestro entender donde no sólo se explicita claramente lo que Piñera le debe a Kafka, sino también cuáles son las secretas conexiones entre una vida herrumbrosa y una obra reconcentrada sobre sí misma. Las conexiones, sean lo que fueren, están ahí para sigan siendo secretas, pero diremos algo al respecto sobre su literatura.
Tras la inicial confesión del narrador-protagonista de que vivió ‘como un miserable’ el cuento avanza inexorablemente hacia un final que el lector, sin saber cómo ni porqué, ya conoce o ya cree que conoce. Ya sabe (o cree saber) que más temprano que tarde las cucarachas invadirán el espacio exterior, el cuarto asfixiante, para devastar, al fin, el cuarto interior, el propio cuerpo del anónimo protagonista[4]. Un narrador que menciona, dice, estos animales porque si no ‘¿de qué hablaría?’ (105). Una vida propia que el protagonista define en estos términos: lamentaciones, hambre, fracasos, terrores y ruidos siniestros de un estómago vacío. ¿Alguien negaría que seguramente fueron éstas las coordenadas de una vida, como la de Piñera, también devastada por esos lúgubres acontecimientos? En cualquier caso, el cuento se parte en dos cuando el narrador afirma: «entonces ya dejé de exterminarlas, comprendí que eran parte de mí mismo, que el resto del mundo me resultaba pura apariencia y ellas la única realidad.» (106)
Una vez más la cosa en Piñera se resuelve en catástrofe. La lógica del mundo se rompe no porque pensemos que lo que sucede es imposible (que lo es), sino porque es la propia imposibilidad (que unas cucarachas invadan el cuerpo del protagonista), rizando el rizo, la que se torna imposible cuando ‘la justicia’ lance ese grito de horror al contemplar no un cuerpo mutilado, sino ‘a la cucaracha más grande sobre la faz de la tierra.’ (106) Parece claro que la tragedia a la que se recurre en este cuento puede ser presentada como una característica de toda la cuentística de Piñera, a saber: no hay tal tragedia, o no la hay grandilocuentemente, a lo griego, sino escrita y representada a fuego lento y sin aspavientos desde la más pueril de las realidades que a todos nos invaden, una tragedia cotidiana, usual y necesaria para acoplar los dos mundos que tan claramente se explicitan siempre en los cuentos de Piñera.
Es por este motivo que no está de más volver a recordar, otra vez, las tremebundas palabras de Eliseo Alberto referidas a Piñera: «Virgilio, el nuestro, es un clásico americano de pies a cabeza, porque su vida (complicada y pública, apasionante y secreta) funda para nosotros una tradición, nutre un nuevo árbol: el árbol magnífico de un ahorcado.» (157-158)
Ese árbol del ahorcado es –era- el de un ‘hombre sin atributos’ que, en rigor, convocaba a un ser en tanto que escritor, con la sola fuerza irreal de la ficción más inverosímil, lo más preñada posible de lógicas rotas por el peso del mundo ‘real’. La suya es una escritura que, alejada como pocas de ese mundo que tanto dolor y angustia íntima le provocó, buscó afanosamente y a través de lo paradójico una conciencia de sí que incluyera, no obstante, una perspectiva propia y personalísima sobre aquel mismo mundo: la perspectiva, el ángulo de visión Piñera. Un mundo, decíamos, preñado de sinsabores, dolores francos y fuertes soledades. Y todavía más: un mundo del que Piñera se sentía todavía más lejano si en su interior llevaba el veneno descompuesto de las moralinas baratas e inservibles. No un mundo y, como quería el filósofo alemán Hans Blumenberg, su legibilidad, sino, más bien, su habitabilidad es lo que busca Piñera.
Es así que su cuentos, entre lo real y lo imaginario, delimitan un espacio fronterizo en el punto central de la ficción. La cena, el baile, el parque, el comercio, la batalla, el viaje, el muñeco, la gata o la boda se erigen, a la vez, en los espacios asfixiantes e indiferenciados (son éstos, pero a buen seguro podrían ser otros) que hacen habitable y posible un mundo que arruina la posibilidad de ser habitado por personajes convencionales y que hace patente la quimera en la que se hunden, una y otra vez y sin descanso. La disputa entre un mundo y otro, la descarnada lucha que sus personajes entablan con una realidad fanática, laberíntica e irracional viene a convertirse en la prueba más sólida de una literatura extraña, ciertamente, y que es capaz de mezclar y confundir códigos para dibujar, al fin, la construcción de un universo delirante que Remo Bodei ha definido así:
En el delirante, el mundo viejo no sólo vacila, sino que es desterrado para sustituirlo por otro […] lo que se derrumba de repente y debe por eso mismo reconstruirse con toda rapidez es el universo entero. (38)
En el vórtice ciego de una experiencia vital ruinosa estos personajes revelan, en realidad, las paradojas que parecen agrietar nuestra lógica para devolvernos la imagen invertida del espejo de Alicia. El país ‘maravilloso’ al que nos conduce Piñera no tiene nada de maravilloso, claro, pero no es, empero, irreal. El problema que atisbamos en la lectura de sus cuentos no es un problema de Piñera ni de sus personajes: el inconveniente es nuestro. La fuerza de estos desvaríos a los que parecen condenados casi todos los personajes de Piñera, carentes de cualquier sobrehumanidad y alejados de una mínima sustancia heroica que sustente una visión esperanzada del mundo, les viene de su realidad, o lo que es lo mismo, de su literalidad. Allí donde nada debería suceder, allí donde personajes pobres y pobremente delineados son devorados también ellos por una realidad indigente, de allí surge precisamente el deshielo, ‘una larga capa de magníficos pliegues’, como se anuncia en el cuento ‘Las partes’. Muchos de estos textos buscan agotar no lo imposible, sino más bien lo posible, cuyo relato tiene, en el fondo, una máxima implacable: lo irracional es la ley de lo racional.
Pocas veces en la literatura cubana se ha producido una escritura de ficción tan desencantada, tan herida e infeliz como en el caso de Piñera. La suya es una obra cuya fuerza reside en esto: contener la catástrofe. Pero también en querer exorcizar un punto crítico que no es sino el reflejo quebrado de una conciencia que se disuelve en la historia de Cuba como un azucarillo en el tazón de leche. ¿Cómo contener esa catástrofe convertida ya en un desvarío cortante y despiadado? ¿Cómo expresa Piñera en sus textos lo que parece que no nos pertenece? ¿Cómo es que aquello que parece que no nos atañe se convierte al fin en “lo nuestro”?¿Cómo dibuja el contorno del abismo, la ficción del abismo? Y todavía una pregunta más: ¿para qué?
Queda aún mucho tiempo para reconstituir a Piñera: le debemos años y años de parabienes para devolverle lo que ni él ni su literatura nunca deberían haber perdido: una masa crítica de lectores ahítos de tristeza. La suya, como la de otros ilustres olvidados, marginados o raros de la literatura latinoamericana como Leopoldo Marechal, Jorge Ibargüengoitia, Salvador Elizondo, Julio Ramón Ribeyro o Macedonio Fernández, es una escritura que estuvo dañada por su propia poética marginal y, en su caso, por un exilio interior al que Piñera se sometió sin descanso[5]. En este sentido, Cabrera Infante escribe en su memorable semblanza biográfica y literaria sobre Lezama Lima y Piñera algo que interesa traer a colación en este punto: «Aquí en París estaban algunos de sus amigos, es verdad, pero Virgilio debía ver un nuevo exilio, esta vez para siempre, como una perspectiva tenebrosa. Insistió en que quería regresar a Cuba, que no le importaba lo que pudiera pasar, que él podía soportar el encierro, la cárcel, el campo de concentración pero no la lejanía de La Habana. Comprendí su apego a esta ciudad que fue como un hechizo.» (52-53)
Es innegable que su obra también estuvo marcada porque creció bajo el desamparo del frondoso árbol de lo ‘real maravilloso’, de lo neobarroco[6] y de otras tantas consideraciones críticas de las que tan lejos, a menudo, se sintió el autor de La carne de René.
Querríamos delimitar aquí el terreno propicio de un dilema provocado sin descanso por los Cuentos fríos, dilema que tiene también la forma de una pregunta: ¿Para qué experiencia resulta ser la escritura de ficción de Piñera el modo adecuado, la expresión certera, de lo que se cuenta en sus textos? Es este un dilema que, en realidad, refleja una herida que se abre repetidamente en esos relatos y que posibilita una experiencia literaria inconfundible: la experiencia radical y radicada en lo imposible, en lo que parece no tener lógica, en los desvaríos de un mundo plagado de malentendidos que son precisamente los que hacen posible el cuento. Una lógica del desvarío sustentada en una serie de personajes que tienen algo de seres por hacer, casi no nacidos, personajes que están cerca de ser locos, raros, indigentes o caídos en desgracia -desgraciados de sí, si es que no lo son ya. Sus cuentos están atestados de personajes que regresan después del naufragio. El de Piñera es, si se quiere, un mundo como un paisaje después de la batalla, como quería Juan Goytisolo. O, tal y como le confesaba Musil a Franz Bleien en una carta del 2 de agosto de 1933, un paisaje de “alguien que avanzara por un puente ya hundido”. Es más: la larva del absurdo, de lo grotesco o de lo fantástico que atisbamos fácilmente en la producción cuentística de Piñera[7] está labrada por unos seres con una existencia casi inapreciable y disminuida por el peso de unas historias cuyo final siempre se resuelve de manera prodigiosa, pero natural en la lógica interna del cuento.
Como en ‘La carne’ donde el lector asiste atónito a una cierta tematización de la crueldad, sobre la que Piñera volverá en ‘Unos cuantos niños’ y ‘El filántropo’ recogidos en El que vino a salvarme. El soporte lingüístico de este cuento viene asistido por la falta de equilibrio semántico y por la absoluta normalidad del tono -que es neutro- y que anuncia: «Sucedió con gran sencillez, sin afectación. Por motivos que no son del caso exponer, la población sufría de falta de carne […] Sólo que el señor Ansaldo no siguió la orden general. Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina, y, acto seguido, bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete.» (38)
O como en ‘La caída’ donde no se aspira a ‘plantar la bandera de los alpinistas denodados’ (35) como tocaría, sino a que se pueda salvar del compañero anónimo ‘su hermosa barba’ (35) y del narrador, igualmente violentado por el terrible descenso, los ojos. Cercenado el uno y el otro, el horror de los cuerpos mutilados cristaliza en una voz narrativa que casi silenciosamente declara: «no pude hacer lamentaciones pues ya mis ojos llegaban sanos y salvos al césped de la llanura y podían ver, un poco más allá, la hermosa barba gris de mi compañero que resplandecía en toda su gloria.» (37)
No podemos ni queremos impedir una relectura de este cuento desde una estética de la resistencia que no es sino una reformulación del mito clásico de la caída desde la urgencia de una penuria que en Piñera se articula como una suerte de nueva mitología sin aspavientos. La imagen del mundo que nos propone este cuento viene justamente a erigir una ‘gloria’ tras el Apocalipsis, un paisaje tras la batalla cuerpo a cuerpo con la realidad. Aunque sea una realidad cubierta por una gloria exhausta, opaca y, sobre todo, inquietante.
O como en ‘El caso Acteón’ donde al final el ‘señor del sombrero amarillo’ (41) se confunde con la voz que narra la historia para confundirse, a su vez, en la apoteosis final que delimita ese lugar del mundo piñeriano del que hablábamos más arriba: ‘regiones más profundas de nuestros pechos respectivos’ (42) que derivan ‘en una sola masa, un solo montículo, una sola elevación, una sola cadena sin término.’ (43) Bordeando el colapso de lo real la entraña de la escritura de Piñera describe, de esta manera, un vaciamiento extremo que no es sino la reconversión y la reescritura del mito, otra vez. El relato concluye con la figura de Acteón devorado por sus propios perros “que serán devorados también… por Acteón!” (42)
No es otro el sombrío pesar que encierran las páginas de los cuentos de Piñera: la vida como mímesis de lo objetivamente delirante, aunque posible. El asalto y la lenta penetración de lo irreal en los cuentos de Piñera subraya un espacio imaginario, frágil y devastado: un hilo de realidad que fluctúa entre lo posible y lo imposible y que es capaz de devorar, también él, al lector atónito y fascinado.
La extraña subjetividad de estos seres piñerianos es, al unísono, paródica y enloquecida, traicionando a su pesar el rostro más impersonal que pudiera imaginarse. Sospechamos que las historias de estos personajes apegados, como hemos indicado, a lo fatal, que deambulan en un afuera de la existencia muy particular y que conviven con la más desdichada de las ruinas, son el mismísimo reverso de la experiencia vital que Piñera nunca acabó de soportar. Es por este motivo que uno de los grandes conocedores de su obra, Anton Arrufat, ha dicho algo que queremos recordar ahora: «cada imposible en la vida, un posible en la imaginación. En rigor, este viaje es un viaje en el vacío: constituye una apuesta irrealizable, por lo tanto esencialmente trágica –pese a su apariencia disparatada y humorística- y que solamente se realiza en la página escrita.» (29)
Y sin embargo, ¿no será más bien que los personajes surgidos de la audaz imaginación de Piñera, marcados por la extrañeza y las tragedias más cotidianas, siendo desabridos muchos de ellos, casi nulos, nos advierten con sus disparatadas e inusuales situaciones del radical sinsentido de nuestra propia existencia? ¿No será más bien que la “locura piñeriana” de la que tanto se ha hablado es nuestra locura y no sólo la de unos personajes que siempre guardan celosamente una estricta observancia de las leyes que sujetan el mundo en el relato? ¿No será que la radical libertad en la que se mueven estos seres, obcecados en ser individuos únicos, sin más sustancia que sus propios fracasos, es lo más parecido a la experiencia vital que se puede comunicar? ¿No será esta libertad el único espacio habitable para Piñera, la habitabilidad de su literatura? ¿No serán estas incertidumbres constantes que suscitan sus cuentos la experiencia literaria decisiva que el Piñera escritor quiere contar?
Leídos como agresión directa al imaginario del lector merced a unas imágenes ciertamente perturbadoras y que, en gran medida, son capaces de trastornar al más juicioso, los cuentos de Piñera gozan de una potentísima lucidez nocturna que nos permite incorporar una realidad dislocada y devastada por la oquedad del sentido mientras está en juego la unión de categorías disímiles y seres imaginarios que son incapaces de soportar tanto la responsabilidad de la existencia cuanto la felicidad ausente de sí, sucumbiendo una y otra vez a la atracción del abismo, una suerte de nihilismo caribeño convertido en manos de Piñera en un fin apacible, aunque desasosegante. En este desasosiego radica, efectivamente, la crueldad de los cuentos heladores de Piñera y no tanto, claro, porque cuenten hechos insólitos –cosa que hacen-, sino porque la anormalidad y el desvarío de los acontecimientos quedan petrificados en un universo lingüístico de lo más apacible.
El nervio de cuentos como ‘En el insomnio’, ‘El infierno’, ‘El viaje’ o ‘El conflicto’ radica en una vida que se recrea ya fatigada, ya perdida, donde los acontecimientos aparecen dibujados de un solo trazo y ya: nada resulta baladí para cuentos aparentemente tranquilos. Parece incuestionable que la mediación del cuento convierte al lector -hipócrita lector- en un ávido testigo en “En el insomnio” de un hombre que a “las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos”(89), testigo en “El infierno” de un narrador que cuando puede evitar el Hades rechaza “tal ofrecimiento, pues ¿quién renuncia a una querida costumbre?” (90), testigo en “El viaje” de otro ser anónimo que decide “viajar sin descanso hasta que la muerte me llame” (107) y testigo, al fin, en “El conflicto” de que a Teodoro ‘lo fusilarían en la semana venidera’. (109)
En este último cuento habría que detenerse con mayor énfasis, si cabe, porque es un modelo, si se quiere, de todas esos acontecimientos que hemos adjetivado en tanto que devastados, ruinosos y precarios. Como es sabido Teodoro es un condenado que va a ser furtivamente rescatado por Luisa, con el beneplácito del carcelero e, incluso, del Alcaide. Pero Teodoro que sabe que ‘es inútil, todo es inútil’ declara: «el tiempo nunca sobra, y aún menos, nos alcanza; pero es a causa de que lo devoramos, lo recortamos con la sucesiva sucesión de los sucesos que hacemos suceder.» (115)
En realidad el conflicto es temporal y lingüístico porque de lo que se trata en realidad es ‘de detener un suceso en su punto de máxima saturación.’ No habría tema ni cuento si no fuera porque el desvarío aquí es, precisamente, detener el tiempo cuando no hay tiempo que detener ni tiempo que perder. Y, sin embargo, no se detiene el cuento y el Alcaide «ligaba estrechamente unas palabras con otras formando un apretado nudo lingüístico de imposible desciframiento.» (116)
Es así como el relato se presenta, en realidad, como un doble relato: el de la historia (que ya sabemos cómo acabará) de la ejecución de Teodoro y el del ‘nudo lingüístico’, que recuerda tanto al Bartleby de Melville[8], provocado por el mismo Teodoro con formulaciones como las que siguen: «¿Podría suceder, oficial, que el piquete ejecutor no obedeciese la orden de fuego? Pero –insistió Teodoro- ¿si el pelotón no disparase, se evitaría de este modo la ejecución?» (117)
La vida del cuento ya está en otra parte. Piñera logra que la extravagancia de las formulaciones de Teodoro le confieran una suerte de carácter radical e insistente que es lo que permite delinear lo insólito de la situación. Pero consigue también no sólo elevar el tono del cuento gracias a unas formulaciones exactas, casi filosóficas, sino, sobre todo, arrastrar la historia y el lenguaje hacia un límite. El lector, azorado y ahíto de tanta negligencia, apenas puede soportar tantos desvaríos. La situación se torna delicada. Es delicado asumir que un centinela deje ir a un reo, que éste no huya, que un Alcaide, ‘hombre de grandes síntesis lingüísticas’, aplauda la decisión del centinela y que el brazo armado de la Ley, un oficial, se pregunte «¿por qué se trata de impedir la realización del suceso? Si no es para salvar su vida, ¿qué otra hipótesis podría presentar a favor de su tesis?¿Aventura usted que la burla de lo ineluctable determinaría la salvación de su alma?» (119)
Llegados a este punto aparece una escena imposible de olvidar. El oficial y Teodoro, cogidos de las manos, empiezan a danzar alrededor de un montículo. Piñera sabe que asoma la locura, que felizmente ya galopa a sus anchas.
En definitiva, en todos estos cuentos se busca –agónicamente- plasmar una densidad de atmósferas para dislocarlas y fragmentarlas, como ha dicho Julio Ortega, en “un vértigo ceñido” (102) al que parecen forzados los protagonistas de estos cuatro cuentos. En nuestra lectura la épica tranquila de Piñera se ha mostrado como una suerte de aniquilación del sentido, que no conlleva, no obstante, aniquilación del significado de unas vidas que se resuelven como un abandono del mundo. Si la unidad de lectura se puede aplicar a estos relatos es porque el juego de las interpretaciones, construido siempre fatigosamente, hace que protagonista y lector se sitúen, indefectiblemente, en el mismo lugar: es ése el motivo por el cual ambos sufren.
Quebrantada para siempre la épica de la totalidad estos fatigados personajes son un amalgama privada de centro, que está, otra vez, en otra parte. El doble relato vence definitivamente al lector, lo eleva, abre el cuento a lo que ya no está, a todo aquello que el argumento no dice y, definitivamente, permite un anhelo de metafísica cotidiana que pocos autores han sido capaces de vislumbrar. La habitabilidad de los cuentos piñerianos se ha mostrado aquí como un espacio fronterizo donde el sentido y el sinsentido proclaman y celebran, como Teodoro, «la representación sentimental y simbólica de la gracia, que acababa de rozar con su temblor la locura de la vida.» (131)
Obras citadas
Abreu, Juan, Virgilio Piñera: un hombre, una isla. La Habana: Ediciones Unión, 2002
Alberto, Eliseo, Informe contra mí mismo. Madrid: Alfaguara, 1997.
Arrufat, Anton, “Prólogo” a Cuentos completos de Virgilio Piñera. Madrid: Alfaguara, 1999.
Bianco, José, Prólogo a El que vino a salvarme. Buenos Aires: Sudamericana, 1970.
Bodei, Remo, Las lógicas del delirio. Razón, afectos, locura. Madrid: Cátedra, 2002.
Cabrera Infante, Guillermo, ‘Tema del héroe y la heroína’ en Vidas para leerlas. Madrid: Alfaguara, 1998.
Deleuze, Gilles, ‘Bartleby o la fórmula’ en Preferiría no hacerlo. Valencia: Pre-Textos, 2000.
Goldman, Dara E., “Los límites de la carne: los cuerpos asediados de Virgilio Piñera”, Revista Iberoamericana, Vol LXIX, Núm. 205, Octubre-Diciembre 2003, págs. 1001-1015.
Guillén, Claudio, Múltiples moradas. Ensayo de Literatura Comparada. Barcelona: Tusquets, Barcelona, 1998.
Ortega, Julio, Relato de la utopía. Barcelona: La Gaya Ciencia, 1973.
Piñera, Virgilio, Cuentos completos. Madrid: Alfaguara, 1999.
Rojas, Rafael, Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano. Barcelona: Anagrama, 2006.
_______, El estante vacío. Literatura y política en Cuba. Barcelona: Anagrama, 2009.
Notas
[1] No podemos evitar pensar en Virgilio Piñera cuando leemos el final del poema de Jaime Gil de Biedma De Vita Beata: “No leer, no sufrir, no pagar cuentas, y vivir como un noble arruinado entre las ruinas de mi inteligencia.”
[2] Parece indudable que algunas de las consideraciones críticas que han iluminado las lectura de los textos de Kafka y de Beckett podrían ser utilizados para la lectura de muchos de los textos de Piñera. El desvarío de sus textos guarda algunas semejanzas y muchas diferencias con estos dos escritores que han sido capaces de cartografiar el paisaje de nuestra más acuciante cordura. Pero, del mismo, esa lectura crítica y el juego de la interpretación se nos antoja desasosegante y condenada al fracaso por infinita.
[3] Para una lectura de las vicisitudes biográficas de Piñera puede consultarse Juan Abreu, Virgilio Piñera: un hombre, una isla. La Habana: Ediciones Unión, 2002 y el mencionado texto de Guillermo Cabrera Infante “Tema del héroe y la heroína” contenido en Vidas para leerlas. Madrid: Alfaguara, 1998. Para una visión de conjunto de las vicisitudes de lo que podríamos llamar Piñera y su época resulta imprescindible la consulta de dos libros de Rafael Rojas, Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano. Barcelona: Anagrama, 2006 y El estante vacío. Literatura y política en Cuba. Barcelona: Anagrama, 2009.
[4] Si el lector quiere tener una idea sucinta sobre el papel que el cuerpo juega en la obra de Piñera puede consultar de Dara E. Goldman el artículo “Los límites de la carne: los cuerpos asediados de Virgilio Piñera”, Revista Iberoamericana, Vol LXIX, Núm. 205, Octubre-Diciembre 2003, págs. 1001-1015.
[5]Claudio Guillén afirma, en este sentido, que “en el exilio un exceso de retrospección y memoria es inevitable; la palabra que sólo se recuerda, sin oírla, no es la voz directa de la vida, sino su eco; y el desterrado vive simultáneamente en varios niveles de temporalidad, presentes y pretéritos, sin distinguirlos siempre bien.” Véase Claudio Guillén, Múltiples moradas. Ensayo de Literatura Comparada. Barcelona: Tusquets, Barcelona, pág. 88.
[6] Es sabido que José Bianco, no obstante, en su prólogo a El que vino a salvarme establecía las conexiones de lo barroco con la poética de Piñera declarando que “Piñera, hombre barroco, siente el consabido desengaño barroco ante el destino del hombre; escritor barroco, lo manifiesta intelectualmente. Al absurdo del mundo responde con el humorismo.” En Virgilio Piñera, El que vino a salvarme. Buenos Aires: Sudamericana, 1970, págs. 9-10.
[7] Para una lectura crítica de lo fantástico, de lo grotesco y de lo absurdo en la obra de Piñera puede consultarse de Carlos Narváez, “Lo fantástico en cuatro relatos de Virgilio Piñera”, Románica, 13, 1976, págs. 77-85, de Ewald Weitzdörfer, “El unicornio de Virgilio Piñera (Lo neofantástico cortaziano en algunos cuentos del autor cubano)”, Letras de Deusto, XX, 46, enero-abril de 1990, págs. 151-164 y de Daniel Balderston “Lo grotesco en Piñera, lectura de El álbum”, Texto Crítico, XXI, 34-35, enero-diciembre de 1986, págs. 174-178. Para una visión de conjunto véase la ‘Introducción’ de Vicente Cervera y Mercedes Serna a Cuentos fríos y El que vino a salvarme en la edición de Cátedra, Madrid, 2008, págs. 56-108, especialmente el apartado ‘La objetivación lógica de la locura en la narrativa breve de Piñera”.
[8] El ‘preferiría no hacerlo’ de Bartleby es un claro antecedente de ese ‘punto de máxima saturación’ y ‘perpetuamente detenido’ del personaje del cuento de Piñera que no pretende otra cosa sino ‘realizarse en todos sus ángulos gracias a su escandalosa y monótona cronicidad.’ Como Bartleby, Teodoro parece estar diciéndolo todo, parece agotar el lenguaje y modificar la lengua de los demás. Como quiere Gilles Deleuze en su ensayo “Bartleby o la fórmula” contenido en Preferiría no hacerlo. Valencia: Pre-Textos, 2000, pág. 79, lo importante es “que todo conserve su carácter enigmático sin ser, empero, arbitrario: en suma, una nueva lógica, una lógica plena, pero que no nos remite a la razón, que expresa la intimidad de la vida y la muerte.”
[Publicado en la Editorial Hispano Cubana, Madrid, 2012, ISBN: 9788493742386]