Cuando Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) preparaba los prólogos a las que él consideraba las mejores novelas del siglo XX, y que después recopiló en La verdad de las mentiras (2002), dedicó el primer estudio a El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Allí afirmaba que “… quienes, a base de audacia y perseverancia formidables, consiguieron movilizar a la opinión pública internacional contra las carnicerías congolesas de Leopoldo II fueron un irlandés, Roger Casament, y el belga Morel. Ambos merecerían los honores de una gran novela.” El sueño del celta es su nombre y sale de la pluma del Premio Nobel de Literatura 2010.
La relación que Vargas Llosa tiene con ‘la verdad’ en sus ficciones ha sido prolífica y notoria. En La guerra del fin del mundo (1981), en La fiesta del Chivo (2000), en El paraíso en la otra esquina (2003) y en Travesuras de la niña mala (2006) quiso plasmar ya cuánto de novelístico hubo en determinados hechos históricos. Como en aquellas novelas ahora el novelista incorpora su propia visión de la historia a lo que de fantasioso o increíble tuvieron todos los documentos conservados sobre Casement, el hombre que acompañó a Conrad por el Congo y que le hizo ver ‘el horror’. Y en este apartado Vargas Llosa no tiene rival: en El sueño del celta la tarea de lectura y documentación previa es ingente, descomunal y titánica. Pero jamás abruma al lector. He aquí el primer mérito de esta novela: contar una historia como si todo fuera verdad escondiendo la mentira. Jugando con el título de la novela del mexicano Daniel Sada podemos decir que en El sueño del celta porque parece verdad la mentira nunca se sabe.
El segundo mérito estriba en el dominio absoluto y constante del creador sobre su criatura. Ha escrito novelas más complejas técnicamente, pero la estructura de ésta queda perfectamente encajada en lo que el novelista se ha propuesto. Con constantes idas y venidas a los episodios de Casement ya en la cárcel acusado de alta traición contra Inglaterra, la novela se desarrolla en tres espacios: El Congo, La Amazonía e Irlanda. En el Congo Casement aprende “que no hay peor fiera sanguinaria que el ser humano”, en la Amazonía se sabe inmerso “en las orillas de la locura. Un ser humano normal no puede sumergirse por tantos meses en este infierno sin perder la santidad, sin sucumbir a algún trastorno mental”. En ambos casos Vargas Llosa acompaña al lector en una evidencia cada vez más sangrante: “… el Congo y la Amazonía estaban unidos por un cordón umbilical. Los horrores se repetían, con mínimas variantes, inspirados por el lucro, pecado original que acompañaba al ser humano desde su nacimiento, secreto inspirador de sus infinitas maldades.” En la última estación de su via crucis particular –Irlanda- Casement intentará luchar por la independecia de un país que ya se sabe distinto. En los tres escenarios asistimos al dibujo de un personaje que avanza desde la épica del fracaso hacia la crónica de una muerte anunciada.
El escenario donde la intimidad de esta épica se hace más evidente es en los episodios de la cárcel. Si el Congo, la Amazonía e Irlanda se erigen en el espacio abierto donde la furia desatada del infierno golpean al lector sin descanso, la cárcel es el remanso de paz donde la muerte callada abraza a Casement lenta, pero segura.
La Academia Sueca manifestó que Vargas Llosa “ha sido capaz de contar la cartografía del poder para mostrar sus miserias y también para expresar la lucha, la revuelta, del hombre por la libertad”. El sueño del celta es una muestra inequívoca de esta inquebrantable voluntad que con el correr de los años no ha hecho sino agrandarse.