Vivo y escribo amenazado por esa lateralidad, por ese paralaje verdadero, por ese estar siempre un poco más a la izquierda o más al fondo del lugar donde se debería estar para que todo cuajara satisfactoriamente en un día más de vida sin conflictos.
La vuelta al día en ochenta mundos, Julio Cortázar
Pero es de Cortázar que me interesa hablar. De Julio Cortázar y de su casa tomada, que es acaso ya para siempre nuestra propia casa, aquella que sucumbe, celosa y contemporáneamente desafiante, a las voces ausentes de una presencia eléctrica. Y decir nuestra propia casa es decir que aquella casa que fue tomada es, antes que nada, nosotros, que no hay más, que somos nosotros, nuestro cuerpo tomado por la voz de aquel melómano enorme. Que la casa tomada es algún libro de literatura francesa. Que la casa tomada tendrá de fondo música de jazz.
Y la escritura de Cortázar se lanza de manera tumultuosa hacia la explosión creíble de un espacio increíble, supuestamente imposible, no neutral, no objetivo, que irritará a quien busque causas a tantos pre-textos, que no, que el cuento sólo es la extrañeza que uno siente al leerse en palabras de otro. Su necesidad es su fantasía y su fantasía, nuestra necesidad. Nada hay en los cuentos de Julio Cortázar que sea anodino porque todos los cuentos son la vida y la vida sólo es un cuento, como los fuegos.
Pero es de Cortázar que me interesa hablar. Y de Irene. Y de su hermano. Y de un pulóver. Y de la colección de estampillas. Y de unos platos que, irremediablemente, se comerán fríos. Y uno siente que todo es así. Que sí, que no hay otra manera que comer la cena fría, aunque parezca absurdo. Porque todo es preferible a notar el rumor de una presencia doméstica, que irremediablemente tomará las habitaciones y la biblioteca llena de libros que no leerá. Que sí, que todo es preferible a notar cómo la tierra húmeda, poco a poco, sin olor, sin color, sin sabor, cómo la tierra, digo, inundará la casa, humedecerá los muebles y tomará no los sueños, no los gestos incestuosos de los dos hermanos, sino la garganta y la respiración silenciosa de una casa muy amplia, maciza, de enormes puertas cuyos cristales ya ni dicen el ruido. De una casa muy amplia y con las ventanas cerradas.
Pero es de Cortázar que me interesa hablar. Y de la casa. De una casa en la que uno siente que para estar allí se necesita sobre todo, algo de abrigo. Porque hace frío y la casa es amplia. Porque hace frío y la casa duele. Que algunas ausencias hieren porque sólo son eso: ausencias. ¿Y nada más? No, nada.
Pero es de Cortázar que me interesa hablar. Y de esa manera de estar siempre un poco más allá… En el cuento y en la casa, donde sólo unos ovillos que han quedado allí guardarán memoria del otro lado de la puerta. Y las palabras, cuya modulación también está un poco más allá. Y son grandes, como la casa. Y son precisas en la construcción provocada de un golpe seco en la respiración de Irene. Tiene Julio Cortázar una prosa capaz de estallar en mil pedazos por todas las habitaciones de la casa, para ocupar así todos los lugares de la ausencia: el pasillo del grito y del silencio, antesala de todos los presentimientos huérfanos de Irene y de su hermano. Tiene Julio Cortázar la alegría de la nostalgia. Casa tomada es la liturgia nostálgica de la contención (yo creo que Cortázar estaba llorando), una nostalgia concentrada: rotunda, simple y sin circunstancias. Descartado el relato sentimental, el reino milenario nos asalta nel mezzo del cammin di nostra vita, o mejor, nel mezzo del pasillo, y si no es una selva oscura de corazones sentimentales es porque tiene la voluntad de provocar un escalofrío, como el de aquellos dos pobres diablos al ya nunca saberse solos. La compañía en su caso no era elegida. Y eso no es bueno: uno espera poder escoger los momentos y las compañías con que abarrotarlos. Y si no, mejor cerrar la puerta y tirar la llave.
Pero es de Cortázar que me interesa hablar. De Julio Cortázar. Y de los hábitos de limpieza que, irremediablemente, se deben hacer temprano, de ocho a once. Y uno comprende que cuando la casa se estrecha ya no es necesario levantarse a las siete, que todo puede tener lugar levantándose a las nueve y media. Que todo sucede y que todo es comprensible: la limpieza, el mate, la cena, los sueños, los mutuos y frecuentes insomnios. Los hallazgos entre los dos hermanos son también mutuos en la existencia cotidiana, en la que uno está con lo puesto: la dignidad de la renuncia y la pena de que, tal vez, allí, a esa hora, es mejor no estar, porque nada hay que haga posible el desencuentro entre unos y otros, porque, a esa hora y con la casa tomada, uno sabe que pronto se hará posible aquel encuentro fatal entre los cuatro. Que es mejor no estar porque quien habita ahora la casa son ellos mismos, los otros, otra Irene y otro hermano, los dos ya son cuatro, la unidad es dual, la individualidad es para siempre colectiva. Y la casa no admite tantas presencias. Pero el cuento sólo es un cuento. Que nadie se inquiete porque la lectura no significa que uno deje de respirar y sienta la extrañeza de una casa que no conoce, pero por la que podría caminar a oscuras. Porque si se puede vivir sin pensar (Cortázar dixit), cómo no se va a poder vivir sin leer un cuento. Que nadie se inquiete. Que a mí sólo me interesa hablar de Cortázar y que un cuento no significa nada.