Las lecturas de las ficciones de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) siempre han ratificado que estamos ante un virtuoso del lenguaje para quien “la literatura es fuego”, un fabulador en estado puro y un puntilloso dominador de la técnica narrativa capaz de hacernos comulgar con ruedas de molino y que da gato por liebre. Cuando uno cree estar leyendo una simple historia acaba por admitir que donde había un hilo narrativo se escondían historias paralelas, endemoniados entrecruzamientos y paralelismos imposibles. Esos son ‘los vasos comunicantes’ de los cuales hablaba en su famoso artículo sobre Vargas Llosa Luis Harss en el imprescindible Los nuestros (Sudamericana, 1969). El autor de La ciudad y los perros es un contador de historias exteriores (y no de la intimidad de la mente, que en esta novela lleva el nombre acusador hacia el psicoanálisis, especialmente Lacan y pensadores como Derrida y Deleuze) que ha hecho suyas las poderosas lecciones narrativas del XIX aderezadas con todos los hitos estilísticos del XX, un narrador convencido de que “la novela es fundamentalmente descripción de actos.” Su ambición estética no parece tener límites y sus ‘demonios’ personales y literarios participan en primera línea para dar cuenta de una realidad que, aunque no sea problemática, se torna eficazmente compleja en sus narraciones.
Desde la saludable y forzosa distancia narrativa, Vargas Llosa accede en Travesuras de la niña mala a la delicada tarea de contarse a sí mismo, en sucesivas épocas y ambientando la historia en Lima, París, Londres, Tokio y Madrid. Ricardo Somocurcio sueña con ir a París, pero sucumbe a la poderosa y enfermiza atracción que siente ante “la niña mala”. El es, claro, “el niño bueno”, y el amor que siente por esta mujer fatal no cambia aunque le traicione y le abandone.
La realidad de la que se da cuenta es lineal, la historia una, el tiempo unívoco y el horizonte de lectura, el melodrama de una educación sentimental (Flaubert dixit) con un amor destructor que quema lo que toca. La novela no tiene la intensidad ni la fuerza imaginativa a la que Vargas Llosa nos tiene felizmente acostumbrados, aunque haya escenas memorables, especialmente cuando “la niña mala” enferma y su ideal de vida entra en crisis. Pero falta vértigo y un torbellino de pasiones que haga perder el aliento embelesando los sentidos del lector. La novela es consciente de que está anclada en el terreno del tópico, con unas manifestaciones de amor que rayan lo “huachafo”, cursi. Vargas Llosa no ha querido ofrecer una vuelta de tuerca del amor hecho literatura, siguiendo la senda de La tía Julia y el escribidor (1977), sino una exploración no problemática de las consecuencias de las pasiones. Es legítimo, pero no soporta la analogía, incluso con La fiesta del Chivo (2000). Vargas Llosa ha reconocido que los novelistas “estamos obligados a ser al mismo tiempo Balzac, Proust y Beckett”. He aquí una novela soberbia a lo Balzac. Pero hecho de menos a Proust y a Beckett.