¿Qué discurso crítico podrá sostener que en Colombia se puede matar al padre y escribir sin el aliento en el cogote de García Márquez o Álvaro Mutis? ¿Cómo hay que leer a los escritores que no reniegan del nobel colombiano y de Maqroll el Gaviero, pero que apuestan con audacia y sin resentimientos por otro tipo de prosa?
Cuando tuvimos ocasión de llamar la atención sobre Los informantes y a propósito de la escritura de Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) advertimos de la necesidad de estar atentos a un colombiano nada colombiano y alejado de los clichés críticos que asocian a todo escritor latinoamericano con el maltrecho ‘realismo mágico’ anunciábamos ya una nueva propuesta estética: el bosque mágico no podía obviar nueva savia narrativa alejada del culto a lo rural y a los antiguos mitos y, en cambio, debería preocuparse por las ficciones acordes con experiencias cotidianas, ajenas a la patria y urbanas. Notario de unos escenarios modernos y rutinarios Vásquez levanta su mano y muestra su pañuelo para pronunciar un largo adiós a Macondo, situando sus textos en escenarios anónimos que pueden ser París, Londres o Barcelona.
Los amantes de Todos los Santos es un libro viejo con dos cuentos nuevos. El libro se publicó en Alfaguara Bogotá en 2001 y ahora se publica aquí incorporando dos relatos más: ‘La soledad del mago’ y ‘Lugares para esconderse’. Uno de los méritos más destacados de este libro es el aire a novela que corre por sus venas: una suerte de relatos independientes, sí, con personajes y escenarios cambiantes, sí, pero con una estética y semántica unívoca. El lector tiene la saludable impresión de estar leyendo la misma historia explicada una y mil veces desde ópticas distintas. Es un mérito porque los personajes de Vásquez juegan siempre a lo mismo, y juegan bien. Pertrechados con una carga moral que no saben si redimir o abandonar son culpables por recodar. Atisban la soledad y el dolor de la existencia, pero no construyen discursos altisonantes, sino que, armados con sus ausencias, comunican levemente su soledad: “… recuerdo haber pensado alguna vez que nuestro amor era el miedo compartido a estar solos.”
Estos relatos poseen una endiablada habilidad para presentar y describir escenarios cotidianos cargados de emociones a puntar de estallar y de personajes incapaces para comunicar su soledad. Es notable cómo Vásquez escribe sus relatos como si todo ya estuviera dicho, como si la caracterización tan tediosa ya estuviera descrita, como si los escenarios ya estuvieran dibujados. ¿Qué le queda entonces? Un modo de narrar que define toda una literatura: la trama no obedece a una lógica lineal y todo lo que resuena en el relato se enlaza secretamente. No debería extrañar a nadie que la atmósfera de ‘El inquilino’ recuerde ‘Casa tomada’ de Julio Cortázar o que todos los cuentos hablen de un mundo parcial que busca la imposible redención de las emociones: “La abracé con delicadeza: su cuerpo era de cerámica mal cocida y amenazaba con agrietarse o caer al piso, roto en pedazos.”
Relatos de un destino ajeno, narrado como si fuera el propio, son vidas minúsculas como las de Pierre Michon: bienvenidos a un mundo ancho y ajeno.