Cuando Mario Benedetti se ocupó de las novelas de dictador en El recurso del supremo patriarca terminaba su estudio afirmando que “la soledad del poder sólo acaba con la compañía de la muerte” y que las novelas de Carpentier, Roa Bastos y García Márquez “han sido escritas por los pueblos que, al leerlas con su mirada-testigo, las restituyen a la comunidad que les dio origen.” Alonso Cueto (Lima, 1954) transcribe en Grandes miradas esa mirada-testigo de un pasado reciente pero también el delirio de un presente por venir.
La novela de Cueto describe la propedéutica y el final de la dictadura de Fujimori y de su sangrienta mano destructora: el rostro helado de Montesinos. La ficción de Cueto se acerca a la realidad, pero su ficción acaricia la historia presente de Perú sin atarse a ella. Su recorrido es trágico, su dimensión poética, su verdad habla de la mentira que se cuece en los círculos infernales del poder que es “es el delirio de la libertad.” Su acierto indiscutible reside en presentar a unos personajes trastornados, muertos vivientes como la figura del dictador: “Su voz es frontal hasta la violencia y cortés hasta la efusividad, dependiendo de la cara que tenga al frente. Toda conversación es un campo de batalla o un ensayo de seducción o casi siempre ambos. Usa las palabras para engullir y triturar a quien lo escucha. El secreto de su poder es hacer sentir a salvo a las personas que lo rodean.” Está el dictador, está la mano que mece la cuna de los desaparecidos, está el juez utópico Guido Pazos “un caballero aterrizado en el Palacio de Justicia, un sacerdote sin cáliz, un santo sin aureola” que será asesinado, está su chica, Gabriela, que encabezará una cruzada solitaria para vengar la muerte del juez. Y está la seducción de una prosa espléndida: Cueto sabe que el territorio decisivo donde se juega la violencia del poder es un espacio sintáctico, expresivo, literal. Se trata de colocar bien las palabras que van a doler. Y aquí la novela duele.
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