Tras años de silencio regresa al candelero Luis Sepúlveda (Ovalle, Chile, 1949). El viaje, el desplazamiento exterior como metáfora del viaje interior que un día u otro a todos nos compete, es consustancial a la literatura que práctica el autor de Patagonia Express (2001) y eso no ha cambiado. En esta nueva entrega aparece la marca de la casa: sabor indómito de culturas diversas, ciudades remotas y personajes legendarios.
En un escritor para quien el erotismo del paso tiempo resulta ser casi todo La lámpara de Aladino, con sus doce cuentos a cuestas, viene a corroborar que Sepúlveda es el de siempre, un escritor de honda y certera vocación dialogante con todas las culturas y con todos los hombres que son capaces de compartir el secreto más íntimo, seres reluctantes a la soledad y, sin embargo, hábiles componedores de historias colectivas que andan buscando una conciencia lúcida. Si en la Alejandría de Kavafis el narrador de ‘Café Miramar’ puede decir: “Vivo con mis fantasmas, los acepto y los convoco” es porque Abdul Garib el Masín, en el ‘Hotel Z’, entre las fronteras de Perú, Colombia y Brasil, puede convocar a los suyos y decir: “Soy un hombre de paso que no deja huellas: dejo espejos”.
En La lámpara de Aladino las vidas que se relatan son las de unos personajes emblema de una América desmemoriada y redimible sólo en rincones del planeta olvidados. La nostalgia sólo se apunta porque Sepúlveda no es nostálgico aunque sabe “que la selva gana terreno”, y que la lluvia y el fuego amparan a unos seres henchidos por las paradojas de la fortuna. Ni perdedores ni ganadores los suyos son los interrogadores del deseo en pos de nuevos horizontes.
Con una precisión elocuente y con una emotividad reflexiva Sepúlveda logra una resonancia mítica del primigenio lenguaje oral y logra que la conversación nos encienda.