Rodolfo Walsh (Río Negro, 1927-Buenos Aires, 1977) sufrió en su propio pellejo la represión militar en Argentina: fue asesinado por los militares justo en el momento en que hacía circular su “Carta abierta a la Junta Militar”. Su vida, un año antes, se vio trágicamente marcada por la ejecución de su hija. A partir de ese momento, sus posiciones se radicalizaron: su culpabilidad era evidente. Era un periodista capaz de sostener la memoria colectiva con libros como “Operación masacre” (1975) o “¿Quién mató a Rosendo?” y, por ello, culpable de preservar las verdades del país. Pero tras ese periodista sagaz y osado habitaba también un notabilísimo escritor de relatos policiales. Variaciones en rojo –libro que inicia la recuperación en España de su obra- es un texto teñido de sangre y de talento. Una de las primeras reglas del género policial clásico se afirma, como dice Ricardo Piglia, “en el fetiche de la inteligencia pura.” Hay una valoración evidente del pensamiento y de la lógica que permiten resolver el caso al detective y al lector atento. En los tres relatos que componen el libro de ese fetiche está claramente trazado, aunque sutilmente expuesto: los mapas (el ritual del dónde sucedió) y los horarios (el ritual del cuándo ocurrió) son decisivos, pero sólo la inteligencia no del detective oficial (el comisario Jiménez), sino de un aficionado a detective (Daniel Hernández) conseguirá desentrañar y desvelar lo ocurrido ante tres historias habitadas por sendos cadáveres. Daniel Hernández, como el propio Walsh durante un tiempo, es corrector de pruebas, oficio que le permitirá leer con atención y corregir paulatinamente las versiones que el detective ofrece sobre los tres casos.
Conocedor de la técnica que el relato policial necesita, su expresión nunca es un impedimento para el lector. Y lo que es todavía más interesante, aunque no sea una fórmula stricto sensu del género: en Variaciones en rojo se cumple la voracidad del deseo. Su lectura se ha convertido imposible de abandonar hasta saber quién es el culpable. Es una delicia, de todas formas, cómo Walsh va deshilvanando la madeja del crimen, mostrándonos los sutiles argumentos que el corrector va trazando.