“Sé que es un despropósito, pero apenas veo a una joven menuda de senos delicados y rostro inocente pienso de inmediato en colgarme.” Escribir una novela así, con los devaneos y laberínticos improperios propios de quien no quiere contar nada, pero con la convicción de que es necesario confesar cuán podrido está el mundo, no es tarea que esté al alcance de todos. Guillermo Fadanelli (Ciudad de México, 1963) nos tiene acostumbrados a una literatura de tono confesional y cruento. Se dice lo que se tiene que decir y se opina con una autoridad combativa sin importar a quien pueda incomodar: “…desde mi posición de falso católico, cínico espurio y asesino timorato procuro no insistir demasiado en indagar la verdad o mirar hacia las nubes en busca de respuestas.” No es Fadanelli quien habla sino Malacara, “huérfano de un destino, mal hijo, pero sobre todo hombre que tira su tiempo a manos llenas” y que “corre como un agobiado maratonista en dirección a la muerte.” Sus deseos son matar a una persona cualquiera y llenar de gente su casa porque cree “que el barco se está hundiendo desde hace varios años y en los asientos de la tripulación sólo hay cadáveres astillados.” Si la imagen de esos cadáveres astillados o la del suicida atónito ante tanta belleza juvenil provocan en el lector una suerte de repugnancia y atracción fatal entonces este inclasificable escritor mexicano ha ganado.
Fadanelli ha escrito Malacara con los estragos que la conciencia disemina en una mente desesperada. Como Kafka, el autor de Compraré un rifle escribe determinado por una desesperación sin compromiso y con una libertad insultante. Esta novela es un canto encolerizado sin trama que disfruta de una seguridad completa en el propio estilo, brotando de una voz que goza de “un jodido cementerio dentro de la cabeza.”
Quien es capaz de escribir que quien se enamore de una cicatriz jamás volverá a mirar el mundo con calma ha tocado la pureza y la violencia en igual medida.