En el mejor de los casos la memoria es frágil. En el peor, baldía. Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) ha optado por la memoria de Ireneo Funes -el personaje del cuento de Borges-, que vive rodeado de recuerdos que no puede olvidar. Han tenido que pasar muchos recuerdos por la mente de Vásquez para que aquellos que le transportaban a un país roído por el narcotráfico hayan podido ser soportados y fraguados en una novela que ha ganado el Premio Alfaguara 2011.
El ruido de las cosas al caer es el ruido de los recuerdos desgarrados de un tiempo que toda una generación de colombianos que no saben olvidar. Como la cabeza de Funes el memorioso, la de Vásquez, ahíta por una memoria hipertrófica incapaz de separar lo que es verdad de lo que es ficción, ha conseguido armar un modelo de texto basado en recuerdos personales que han sido el inicio de un largo recorrido hasta llegar aquí. Un aquí y ahora convertido en el ruido de las cosas al caer, que es el ruido de dos vidas truncadas por la bestia que cercenó sueños y realidades, vidas privadas y públicas, historias secretas y manifiestas: el narcotráfico y todos sus esbirros. Esos recuerdos personales en otro lugar Vásquez los ha llamado “la zona oscura”. La cabeza de Vásquez, como la de Funes, puede decir: “Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras.”
Pero se necesita algo más que recuerdos personales de basuras para pergeñar una novela. Y Vásquez sabe que se necesita el peso ficcional de la experiencia, la reconversión de lo propio como si fuera ajeno, la lucha cuerpo a cuerpo entre la memoria frágil y la que parece baldía y que luego resulta ser la única capaz de dibujar el contorno de los detalles de los que tanto hablaba Nabokov. Sabe que se necesita la desnudez de un naufragio convertida en una épica del infortunio y la nostalgia por unas palabras no pronunciadas en la feliz intimidad de la distancia. Sabe, como pocos, que se necesita, en definitiva, “la experiencia… [que] no es el inventario de nuestros dolores, sino la simpatía aprendida hacia los dolores ajenos.”
La historia cruzada entre el joven profesor de Derecho Antonio Yammara, y Ricardo Laverde es la historia de un país ensangrentado poco a poco por el peso certero de la muerte, convertida en esta novela en la cifra de todas las muertes. Laverde se convierte para Yammara en “un fantasma fiel y dedicado, presente siempre, su figura de pie junto a mi cama en las horas de sueño, mirándome desde lejos en las de la vigilia.” Desmadejar el ovillo de por qué le dispararon a Laverde es saber cómo es Colombia; recordarlo es conquistar los relatos de arena que a Yammara se le van de la boca, pero que son los que sostienen la historia no sólo ya de un país, sino de todo un continente. “Nadie sabe por qué es necesario recordar nada, qué beneficios nos trae o qué posibles castigos, ni de qué manera puede cambiar lo vivido cuando lo recordamos, pero recordar bien a Ricardo Laverde se ha convertido para mí en un asunto de urgencia.”
La urgencia de la que se habla aquí es la imposibilidad de no contar todo lo que sucedió a pesar de que Yammara no ignora “que somos pésimos jueces del momento presente, tal vez porque el presente no existe en realidad: todo es recuerdo…” Cuando Yammara conoce los detalles de la historia de Laverde el lector comprende que la historia que se cuenta en El ruido de las cosas al caer es ‘la mirada de los ausentes’ y que los escritores, como quería Henry James, trabajan en las tinieblas –hacen lo que pueden- dan lo que tienen, su deuda es su pasión y su pasión, su tarea. Y que lo demás es la locura del arte. Bendita locura.