Piensen en la posibilidad de enfrentarse a un texto que aúne la violencia callada de McCarthy, la soledad destructora de Lowry, el desasosiego de Bolaño, la desesperación gélida de Onetti, el sinuoso estilo de Benet y la ambición desmedida de Joyce. Si no tienen suficiente con esos ingredientes añadan unas gotas del barroquismo más exacerbado y la tradición de las novelas del narcotráfico, no como un personaje que dibujar, sino como un escenario que conquistar. Acaban de edificar una escritura inusual, por laberíntica y densa, que pretende registrar, como pocas, el instante fugaz en el que suceden las cosas. Y aquí las cosas que relata Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) no es sólo “una historia de violencia incontenible y natural”, sino la cifra en la que puede imaginarse todo un país, cuando no un continente.
“El abismo llama siempre al abismo” en este cielo árido mexicano, pero lo que cuenta es el desvío de la historia, el contar una vida, la de Germán Alcántara Carnero, por los quiebres del destino y no como si fuera una historia lineal, allí donde se cuenta –falsamente- un principio y un final. No hay linealidad posible porque la lengua no es lineal cuando se posa sobre las historias que pueblan el mundo. La brutalidad del relato (“cuatro hombres torturando a un sacerdote, un muchacho que se enfrenta a su padre, unos hombres que les cortan a otros hombres las orejas y los párpados, un hermano que pregunta: ¿qué le han hecho a mi hermana?, una mujer que al parir escucha decir a alguien:¡viene muerto!”) en nada queda si la comparamos con el brutal dominio con el que se tuerce y violenta el idioma, único protagonista de El cielo árido.
La sintaxis, el estilo, el grado cero de la escritura de Monge es un atentado al sentido común. La representación condensada de la vida y milagros de Germán Alcántara es la mejor manera de violentar al lector con escenas de palabras que no son sino los restos vacíos de una vida delirante.
No sé cómo decirles que busquen esta novela, que la lean como si el tiempo no importase, que lo hagan en un lugar apartado y solitario, que no se atrevan a regalarla, y que no le extrañe si les incomoda o si les recuerda a algo muy antiguo.