Para Reinaldo Arenas (Holguín, Cuba, 1943-Nueva York, 1990) la escritura se corresponde con una función vital, se desarrolla como el mecanismo eficaz contra el poder, cuestiona el sistema -un orden moral y político que le obliga a elegir entre el suicidio, el exilio o la cárcel- y, definitivamente, se torna en el instrumento de la huida, aunque sea simbólica.
Escritos entre 1965 y 1987 los cuentos de este libro pergeñan una imagen opresiva y asfixiante de la existencia de la que no se salvan el campo (que para Arenas nunca fue idílico), los amigos y, sobre todo, la familia. Un rechazo de la familia por cuestiones morales, por su moral tiránica, especialmente en lo que a la sexualidad hace referencia.
Con un estilo tierno y humorístico no exento de dolor y desamparo, Arenas combina crueldad y poesía para ofrecer al lector el bombón envenenado de una Cuba suficientemente real para que sea dolorosa y necesariamente poética para que sea cualquier país: “La Habana completa era ya un gigantesco arbolario donde las luces oscilaban como cocuyos considerables.” Anticipando el derrumbe personal y colectivo, su destino y el de Cuba, estos cuentos trascienden a su progenitor y sensualmente dan fe de un mundo que desaparece apresuradamente. Nadie ni nada está a salvo y entonces el lector reconocerá que Arenas ha escrito unos cuentos memorables donde no hay salida posible. Si la necesidad perentoria de los personajes anida en “irse, irse, ésa era la cuestión”, ahora es necesario pensar en no volver, aunque el exilio no sea indoloro: “… hablaré arameo, japonés y yídish medieval si es necesario que lo hable con tal de no volver jamás a una ciudad con un malecón, a un castillo con un faro ni a un paseo con leones de mármol que desembocan en el mar. Óyelo bien: yo soy quien ha triunfado porque he sobrevivido y sobreviviré. Porque mi odio es mayor que mi nostalgia.” El dolor personal es incontestable y toda Cuba redimida por la biografía de Arenas transmutada en alta literatura.