“A mí los tullidos, los tarados, los pordioseros y los parias. Ellos vienen naturalmente a mí sin que tenga necesidad de convocarlos. Me basta subir a un vagón de metro para que, en cada estación, de uno en uno, suban a su vez y vayan cercándome hasta convertirme en algo así como el monarca siniestro de una Corte de los Milagros. La juventud, la belleza, en el andén del frente, en el vagón vecino, en el tren que se fue.” Es esta una de esas Prosas apátridas que bastarían para presentar a Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), un escritor olvidado y cuya obra ha sido injustamente silenciada por el paso del tiempo.
La palabra del mudo viene a restituir felizmente semejante atropeyo dejándonos encima de la mesa el compendio definitivo de porqué Ribeyro es, sin asomo de duda, uno de los cuentistas más decisivos y singulares no sólo de las letras latinoamericanas, sino también de la literatura escrita en castellano de todos los tiempos. Forjó su poética alejado del mundanal ruido y de las modas literarias amparándose en modelos que tienen el nombre de Balzac, Sthendal, Maupassant, Flaubert o Chejov. Sus cuentos son la prueba irrefutable de que estuvo toda su vida empeñado en hacer de ellos el buque insignia de una escritura rigurosísima en lo moral, estoica estéticamente y “pesimista, pero henchido de esperanza” en lo personal.
Puesto que no es una antología este libro viene a llenar un vacío en verdad insultante. Vista en su totalidad la producción de Ribeyro es espectacular. Muchos de sus cuentos sitúan al lector ante personajes derrotados, figuras de cristal a punto de resquebrajarse por el peso del destino y ante la promesa incumplida de que las cosas irán mejor. No, sus cuentos no van a mejor, sino que siempre escenifican una esperanza que nunca llega, truncada por una miseria lacerante y que deja siempre la sensación de un paisaje después de la batalla. Como en el primerizo ‘Los gallinazos sin plumas’, de ambiente abyecto, mísero y violento. O como ‘Silvio en El Rosedal’, uno de sus cuentos más emblemáticos, donde el “periodo de beatitud empezó en un momento a enmohecerse.” No se busque mejor palabra para describir el tono y las imágenes que aparecen: el ‘enmohecimiento’ de las palabras y de las cosas, de las emociones calladas y las del porvenir que en Ribeyro siempre era sinónimo de una guerra perdida.