“Todas estas novelas son antagónicas porque yo creo que el hombre nace para la tragedia.” Esta afirmación da cuenta, someramente, de la posición desde la que el autor cubano Reinaldo Arenas (Holguín, Cuba, 1943- Nueva York, 1990), escribió su deslumbrante “pentagonía” formada por Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar y El color del verano y la que ahora nos ocupa, El asalto, todas ellas en Tusquets.
Hacia al final de su vida, ya enfermo de sida, Arenas escribe El asalto. En El color del verano incluye un par de páginas –“Prólogo”- en las que incluye esta afirmación: “La pentagonía culmina con El asalto, suerte de árida fábula sobre la casi absoluta deshumanización del hombre bajo un sistema implacable.” Con esta novela Arenas sigue expresando el horror de la vida, aunque ahora realiza un giro hacia lo político, ese “sistema implacable” que coarta toda libertad y sostiene la fascinación por el mal. A la estela de El Señor Presidente, El otoño del patriarca o Yo, el Supremo, Arenas expresa hasta las últimas consecuencias el horror del poder y la lógica del régimen. Lo decisivo aquí es salvar la memoria, forzar el recuerdo para que ese mundo pretérito no se olvide. Para mostrar la doctrina oficial de ese régimen Arenas crea el personaje del “Gran Secretario” portavoz del pensamiento del “Reprimero”. Aquel busca con desesperación a su madre, para matarla. Y si para ello tiene que colaborar con las autoridades despreciando a las masas y dando rienda suelta a su odio visceral lo hace sin ningún pudor. La angustia sobreviene en cuanto el protagonista percibe que si fracasa en su intento de matar a su madre, se transformará en ella: “Soy ella, soy ella, si no la mato rápido seré exactamente igual que ella.”
El asalto cierra, magistralmente, un proyecto narrativo admirable, no exento de acritud ante un país al que Arenas amó profundamente y del que recibió, no obstante, una vida infernal. Desde ese infierno, Arenas te contemplará, lector, con una amplia carcajada.