Si Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936), por un lado, en La guerra del fin del mundo, La fiesta del Chivo, El paraíso en la otra esquina o El sueño del celta recreaba ficcionalmente episodios históricos, por otro, en La ciudad y los perros o La casa verde, ha convertido su propia imaginación en un apartado increíble de la historia de la literatura universal. Perú en Conversación en La catedral “se jodió” y ahora con el correr de los años el escritor de raza que es Vargas Llosa ha decidido regresar a un país que siempre será el suyo, aunque ya no es el mismo.
Con El héroe discreto Vargas Llosa vuelve a retomar un filón de la literatura que por muy históricas que fueran algunas de sus novelas nunca ha abandonado: la ficción pura, el cuento largo de una historia imbricada y pergeñada para que los personajes seduzcan al lector, irremediablemente boquiabierto. Y lo hace de la mano de personajes como el sargento Lituma, don Rigoberto, Lucrecia o su hijo Fonchito que nos encandilaron, respectivamente, en Lituma en los Andes, Los cuadernos de don Rigoberto y Elogio de la madrastra.
La cita inicial de Borges: “Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo”, marca una posición discursiva evidente y nos pone sobre aviso de lo que será esta novela: una poderosa y potente imaginería al servicio de dos historias paralelas -la de don Felícito Yacané y la de don Ismael Carrera- que, en forma de laberinto, se irán uniendo secretamente a través del hilo de una ficción realista como pocas. Porque El héroe discreto es, antes que nada, un asombroso ejercicio de inteligencia narrativa sin aspavientos ni barroquismo trasnochados puesto al servicio de unos personajes protegidos por la mano de un escritor que les cede, cariñosamente, la voz y la palabra.
La piedra de toque de esta novela no está sólo en el hecho de que Vargas Llosa haya querido regresar a la Piura de su infancia o a la Lima de su juventud desvelando los entresijos de una sociedad que ha cambiado y que, a pesar de todas las lacras que la asolan, es un lugar cordial. Ni que lo haya hecho de la mano de algunos personajes que ya habían ido apareciendo en su carrera como escritor. Está en cómo ha querido regresar. Lo ha hecho construyendo una ficción anclada en el diálogo de unos personajes cuya historia nos conmueve por humana, prodigiosamente humana: “Dios mío, qué historias organizaba la vida cotidiana –se asombra Rigoberto de lo que le está ocurriendo-, no eran obras maestras, estaban más cerca de los culebrones venezolanos, brasileños, colombianos y mexicanos que de Cervantes y Tolstói, sin duda. Pero no tan lejos de Alejandro Dumas, Émile Zola, Dickens o Pérez Galdós.”
Si algo no ha cambiado en Vargas Llosa es esa tozuda capacidad que tiene por convertir la historia que está contando en sentido y el sentido en poder. El poder en sus manos es el mero placer de relatar las aventuras de unos personajes en ocasiones patéticos. La pretensión es edificar una realidad que se expande en una miríada de cristales a través de los cuales el lector ve un mundo henchido de tersa cotidianidad y de personajes que hablan con una voz propia. Con dosis de sátira, de humor, de tristeza y melancolía por un mundo irremediablemente perdido, Vargas Llosa ha escrito una novela al servicio de la libertad porque los ‘héroes discretos’ que la pueblan son seres libres que izan orgullosos su propia bandera. ¿Hay un gesto más humano?